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Carlos Ball

La droga más peligrosa

la extraordinaria extensión del estado beneficencia, con el fin de incluir a prácticamente todos los grupos, está promoviendo una dependencia aún más dañina que la cocaína

El siglo XXI se perfila como la edad de la adicción más peligrosa: una creciente dependencia del gobierno. Los políticos de Washington, la vieja Europa y América Latina están en campaña permanente para convertirnos en adictos a la dependencia de favores gubernamentales. Muchos no perciben que el precio de esa adicción es la desaparición de la libertad individual y el retorno al oscurantismo feudal.
 
Esto puede no ser noticia en América Latina, donde mi generación creció viendo cómo la economía se transformaba en otra dependencia estatal y los empresarios más exitosos eran casi sin excepción aquellos con padrinos políticos que impiden la competencia y distribuyen privilegios a los amigos: financiamiento subsidiado de bancos estatales, protección arancelaria y concesiones monopólicas. No puede sorprendernos, entonces, que “capitalismo” sea hoy una mala palabra en el hemisferio y que esos acaudalados empresarios sean los peores enemigos del libre mercado, enriqueciéndose a costa de la miseria y el atraso. La novedad es que los multimillonarios pseudocapitalistas están ahora internacionalizando sus negocios y los vemos viajando para reunirse y hacer negocios con Kirchner, Chávez, Lula, Lagos, etc. Ojalá les vaya tan mal como a los “capitalistas” españoles que hicieron negocios con Fidel Castro.
 
En Estados Unidos, las primeras víctimas de la demagogia y del afán político de crear dependencia fue la minoría de raza negra. El presidente Lyndon Johnson (1963-1969) profundizó las dañinas políticas de Franklin Roosevelt, con lo cual se disparó el número de niños negros sin padre, el desempleo entre los jóvenes, el índice delictivo, convirtiéndose los barrios negros y los desarrollos de viviendas estatales en guetos dominados por delincuentes, dedicados al narcotráfico tan pronto la guerra contra las drogas creó el negocio más lucrativo.
 
La gran pregunta es ¿qué ha resultado más dañino, el “welfare” o la guerra contra las drogas? Por años pensé que era lo segundo, pero la extraordinaria extensión del estado beneficencia, con el fin de incluir a prácticamente todos los grupos, está promoviendo una dependencia aún más dañina que la cocaína.
 
Lo ocurrido tras el huracán Katrina debiera alarmar a la ciudadanía. En una columna anterior describí los fallos gubernamentales en proveer protección adecuada a la gente de Nueva Orleáns. A Washington le sobran millones para malgastar en viajes espaciales, subsidiar a agricultores para que no siembran y que mantienen altos los precios de ciertos alimentos, para construir puentes que no van a ningún sitio. Ejemplo de esto último es un puente incluido en las mil páginas de la nueva ley de carreteras que cuesta más que regalarle un jet a cada uno de los 50 habitantes del caserío en Alaska beneficiado con el puente. Pero no hubo voluntad y dinero para combatir la oposición de ambientalistas y elevar los diques que protegen a Nueva Orleáns.
 
Katrina también nos mostró cómo el vandalismo y el caos reinaron en los primeros días, mientras miles de personas acostumbradas a depender del gobierno, en lugar de ejercer su propia iniciativa, esperaban a que los vinieran a rescatar. Luego vimos sorprendidos cómo muchos, lejos de agradecer la ayuda, se quejaban agriamente que les dieran agua en lugar de gaseosas y alimentos que no eran pizzas y hamburguesas.
 
Katrina nos permitió ver el futuro de una ciudadanía convertida en dependiente del bienestar estatal. Gobernantes como Chávez roban la propiedad y los de EEUU buscan despojarnos de nuestra iniciativa individual, requiriendo licencias para cualquier trabajo y promoviendo una enfermiza dependencia ciudadana.

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