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Carlos Ball

Políticos redistribuyen la pobreza

Si algo no les gusta oír a los políticos latinoamericanos es la verdad. Cuando el secretario del Tesoro Paul O’Neill declaró estar en contra de que el FMI le siga otorgando préstamos al Brasil, dinero que termina en cuentas suizas sin mejorar la situación de los brasileños, el presidente Fernando Cardoso se sintió ofendido. Qué suave la piel de quienes mantienen a sus pueblos en la miseria y el atraso. Pero como decía Peter Bauer, ya basta de que los pobres del primer mundo sigan financiando con sus impuestos a los ricos del tercer mundo.

Los rescates del FMI no podrán ocultar la triste realidad de que el ingreso promedio de los latinoamericanos retrocedió diez años. Los gobernantes, lejos de cumplir sus promesas electorales han logrado revocar casi todas las modestas reformas de mercado iniciadas a comienzos de los 90 y el resultado es estancamiento y desaliento. El Salvador es la única excepción en todo el hemisferio.

Nuestros políticos rehúsan aprender de sus errores e insisten en quimeras utópicas. Parte importante de la tragedia es que las escuelas gubernamentales llevan tres o más generaciones enseñando a la juventud que el gobierno es el verdadero proveedor de bienestar.

Esa es la gran mentira latinoamericana. Nuestros gobiernos han devaluado la educación y la moneda, verdaderos crímenes contra el bienestar general. Los servicios públicos “gratuitos” resultan mucho más costosos, pero su popularidad se basa en que quienes los reciben no son los mismos que pagan por ellos. Eso representa una doble desventaja: si nada me cuesta, no cabe queja alguna y tampoco hay posibilidad de comparación porque nadie puede competir contra algo “gratuito” o subsidiado.

Vamos a estar claros, el socialismo no sólo impera en Cuba. Desde México a la Argentina prevalece el socialismo en diferentes grados. Las empresas latinoamericanas más grandes, como Petróleos de Venezuela, Pemex y Codelco, siguen siendo estatales. Y el sector de mayor crecimiento es el informal, debido al altísimo costo de la formalidad. El pequeño empresario latinoamericano es una especie en constante peligro de extinción porque no cuenta con libertad para crecer. Su éxito no depende de la calidad y precio de sus productos y servicios sino de no atraer la atención o la envidia del burócrata ni molestar al competidor grande que sí cuenta con los contactos políticos que le aseguran permanencia.

Visto desde esta perspectiva, América Latina refleja cierto feudalismo medieval. La clase política equivale a la nobleza que pulula alrededor del príncipe y el éxito empresarial depende de las exenciones, protecciones, subsidios, privilegios y demás favores concedidos por la clase política.

El capitalismo para el latinoamericano común nada tiene que ver con Ford, Chevrolet y Toyota tratando de ofrecer el mejor auto al más bajo precio. Pero es que esas mismas empresas que compiten alrededor del mundo, en sus operaciones en América Latina se dedican a conseguir el cierre de importaciones de otras marcas e instalan ensambladoras pequeñas e ineficientes que producen carritos que cuestan lo mismo que un BMW en Estados Unidos. Sí, lamentablemente, los “capitalistas” son los primeros que le dan la espalda al capitalismo cuando existe la posibilidad de algún privilegio gubernamental. Eso también lo vemos en las siderúrgicas de Estados Unidos. La diferencia es que allí el acero y la agricultura son las excepciones. Se permite que el mercado funcione en todo lo demás y aún en la agricultura el arancel americano promedio es de 12%, cuando el promedio mundial es 65%.

Los latinoamericanos hemos desperdiciado oportunidades que no se nos volverán a presentar. Con nuestro falso nacionalismo que dificulta la inversión extranjera, los fondos para la construcción de nuevas industrias fluyen hacia el lejano oriente, especialmente China. Por cada juguete o pantalón producido en América Latina, hoy vemos 100 hechos en China. Pero Hugo Chávez sigue hablando maravillas del comunismo de Mao y de Castro, mientras el nivel de vida del venezolano retrocede a la década que yo nací. El gobierno venezolano roba al pueblo con la devaluación del bolívar y el gobierno argentino despoja al pueblo de sus ahorros con el “corralito”, bajo la mirada impasible de banqueros locales y extranjeros, quienes no levantan la voz para defender a su clientela.

La tragedia latinoamericana está a la vista. No hay principio ni derecho ni regla ni fundamento que los políticos respeten cuando está de por medio una elección o alguna ventaja partidista y pocas veces fallamos en llevar a los peores al poder.

Carlos Ball es director de la agencia AIPE y académico asociado del Cato Institute.

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