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Carlos Ball

Socialismo empresarial

A lo largo de los ocho años del gobierno de Bill Clinton aumentaron cada año, a un ritmo del 10%, las dádivas del gobierno federal (mejor dicho, de los contribuyentes norteamericanos) a ciertos y determinados grupos empresariales. Se trató ni más ni menos de una redistribución de la riqueza de la clase media trabajadora a los ricos, dueños de esas empresas, aunque los políticos jamás lo presentarían así.

En el presupuesto federal aparecen subsidios empresariales por 87 mil millones de dólares. Se trata de beneficios y pagos a compañías específicas y a industrias enteras. El 51% del presupuesto del Departamento de Agricultura y el 34% del presupuesto del Departamento de Comercio están destinados a subsidiar a empresas privadas. En algunos casos, el dinero de los contribuyentes va a manos de empresas exitosas, simplemente aumentando sus utilidades y en otros a empresas fracasadas que cerrarían sus puertas si no fuera por la beneficencia gubernamental. Pero allí están incluidos sólo los subsidios directos; es decir, esa inmensa cifra no incluye el costo para la ciudadanía de las protecciones arancelarias ni tampoco las rebajas especiales en impuestos que empresas con padrinos políticos logran obtener.

Las excusas que en Estados Unidos se utilizan para subsidiar a ciertas empresas son, entre otras: preservar puestos de trabajo amenazados por la competencia de ultramar, financiar la investigación de nuevos productos que la empresa privada no estaría dispuesta a llevar adelante con dinero propio y aportar ayuda a ciertos grupos de individuos que el gobierno considera en desventaja económica.

Desde luego que subsidiar artificialmente a industrias nacionales para que puedan competir con productos mejores o más baratos del exterior perjudica a la nación entera, condenando a trabajadores a permanecer en industrias sin futuro y distorsionando la rentabilidad de capitales que estarían más eficientemente invertidos en aquellas industrias donde el país goza de ventajas comparativas. Por el contrario, la eliminación de tales subsidios y de las barreras al libre comercio internacional haría aún más competitiva la economía norteamericana, beneficiando automáticamente a todos los consumidores.

La ineficiente mano estatal se hace evidente en los programas de financiamiento del gobierno federal. Ningún banco privado subsistiría con porcentajes similares de cuentas incobrables. La Small Business Administration, que ofrece financiamiento a pequeñas empresas, tiene el 15% de su cartera en cuentas incobrables, lo cual se compara con apenas 2% en el financiamiento privado de ese mismo sector. Pero mucho peor es la experiencia del Farm Service Agency, la agencia del Departamento de Agricultura que financia a los hacendados y ganaderos, donde el 28% de los créditos son incobrables vis-a-vis 5% en los créditos agrícolas de la banca privada. La lección no podría ser más clara: cuando el dinero no tiene doliente, el resultado es desperdicio, corrupción e ineficiencia.

Uno de los peores programas agrícolas del gobierno beneficia a la industria azucarera de la Florida y, al mismo tiempo, perjudica a todos los consumidores estadounidenses, como también a la industria de alimentos y bebidas que utiliza azúcar como materia prima. Gracias al proteccionismo azucarero, las importaciones de azúcar que en 1970 representaban 47% del consumo nacional, para 1998 se habían reducido a 16%, empobreciendo de paso a las islas del Caribe y a los pequeños países de América Central que están en capacidad de vendernos azúcar a la mitad del precio actual en Estados Unidos.

La administración Bush ha indicado que quiere acabar con los peores abusos de la beneficencia empresarial, lo cual ha movilizado a las hordas de cabilderos en Washington, cuya única razón de ser es conseguir favores políticos para las empresas e industrias que representan. Ellos tienen acceso a los corredores del poder en el Capitolio porque en tiempo de elecciones son los mismos que ofrecen ayuda a los congresistas en sus campañas por la reelección. La mejor manera de eliminar ese tipo de corrupción no es restringiendo las contribuciones a campañas políticas sino acabando con el socialismo empresarial.

©AIPE

Carlos Ball es director de la agencia de prensa AIPE y académico asociado del Cato Institute.




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