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Joseph Stiglitz escribió en El País que Bill Clinton “prestó oídos a los fundamentalistas del mercado”. Esta expresión sobre el “fundamentalismo” de los liberales es habitual entre comunistas, fascistas, terroristas y demás enemigos de la libertad. Oírla en boca de un destacado economista, que además fue asesor de Clinton, es algo llamativo, sobre todo considerando que el ex presidente, ampliamente conocido por ser un mentiroso, inmoral y acosador de mujeres, subió los impuestos, persiguió empresas y si no pudo aumentar radicalmente el gasto público –como él y su santa esposa pretendían– fue porque tuvieron al Congreso en contra. Llamarlo liberal fundamentalista es, por decirlo suavemente, algo curioso.

Stiglitz pone el siguiente ejemplo para probar su aserto: la privatización de la seguridad en los aeropuertos, que según él contribuyó crucialmente a los crímenes del 11 de septiembre porque, claro, las empresas privadas “anteponen las ganancias al interés colectivo”. Esto es doblemente asombroso. Por un lado, Stiglitz ignora todo lo que hizo Clinton para minar los recursos de la defensa y el espionaje norteamericanos, y cómo su política pública –no la privatización de nada– empeoró la seguridad de sus súbditos. Y por otro lado, Stiglitz parece pensar que los gobernantes hacen justo lo contrario de las empresas, que no tienen intereses y que sólo y siempre se fijan en el interés colectivo. Vamos, que James Buchanan ha trabajado en balde.

La conclusión de don Joseph, obviamente, es que hay que volver atrás en las privatizaciones y “tomar decisiones colectivas en todas (sic) las áreas que nos afectan colectivamente”. O sea, otra vez la locura colectivista. Sí, ya sé que Stiglitz es un economista célebre, y que le acaban de conceder el Premio Nobel. Pero incluso Homero dormitaba.

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