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A propósito de la crisis de la empresa Sintel dijo Cándido Méndez, secretario general de UGT: “el Gobierno es el interlocutor directo”. Como el Gobierno de momento se niega a rescatar la empresa, el diputado de Izquierda Unida, Francisco Frutos, proclamó en el Congreso: “Espero que la gente tome nota de la falta de sensibilidad del PP”.

Ninguna época ha divinizado la interlocución como la nuestra: hoy todo es hablar, y el peor insulto que podemos proferir contra una persona es afirmar que no es “dialogante”. El contenido del diálogo es secundario, y la máxima expresión de la interlocución viene indicada por el apellido “social”, que es sinónimo de impecable. Bien vista la cosa, empero, resulta extraña, por dos motivos.

En primer lugar, en los famosos diálogos sociales los interlocutores se llaman sociales pero en realidad allí jamás es la sociedad la que dialoga sino unos grupos minoritarios que presionan a los políticos, y son presionados por éstos, para que ambos, grupos y autoridades, obtengan beneficios particulares. En el caso de Sintel, los sindicatos y los trabajadores de una empresa pretenden que su trance sea enjugado por la Hacienda Pública, y recurren a la presión para conseguirlo; los políticos evalúan la respuesta también según su propio provecho, por si les conviene ceder o no.

En segundo lugar, con llamativa frecuencia el objeto final de los diálogos trasciende con mucho los intereses y recursos concretos de quienes parlamentan, y apuntan a los recursos de terceros, en especial a los de los contribuyentes. Y así, en sangrante ofuscación, la virtud se estima en proporción inversa a los escrúpulos que existan a la hora de saquear a los ciudadanos: se llama “diálogo” a negociar sobre bienes ajenos y se llama “sensibilidad” a la disposición que se tenga para sacrificarlos.

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