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De pronto, la palabra “implicar” florece en el léxico de la corrección política y, como suele suceder en la polisemia intervencionista, apunta buenas maneras pero las tiene malas. Se pretenda que quiera decir “participar”, pero en realidad significa “obligar”.

Cuando los sindicatos proclaman que la solución del caso Sintel es que el Gobierno “se implique”, es que pretenden que aumente la coacción sobre los ciudadanos para satisfacer los intereses de dicho grupo de presión.

Y cuando el presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi, instó hace pocos días a las autoridades de las 15 televisiones públicas de la Unión Europea a “acercar más la Unión a los ciudadanos” porque es necesario “implicar al gran público” en el debate sobre el futuro de la UE y el euro, empleó la terminología más elusiva que imaginarse pueda. Veamos.

Las televisiones públicas están ya muy cerca del ciudadano, demasiado cerca, como que tienen todas ellas aferrada la cartera de los europeos, a quienes fuerzan a sufragar sus copiosas pérdidas. Y, desde luego, es paradójico que se pidan acercamientos entre los ciudadanos y la UE cuando, primero, cada vez que se les pregunta a los ciudadanos dicen que no quieren saber nada, y segundo, los políticos no piensan consultar con nadie a la hora de imponer sus designios. Al ciudadano se le informa generosamente sobre el euro, pero no se le dejará elegir entre monedas, y el euro será tan obligatorio como la peseta. Esto podrá saludarse con más o menos aplausos, pero desde luego no tiene nada que ver con una suave y amistosa proximidad entre súbditos y mandatarios.

Ya puestos, prefiero a los políticos que pasan de ver a los ciudadanos “implicados” a emplear un lenguaje directamente criminal, como Pasqual Maragall, quien aseguró que los ciudadanos desean un Gobierno “cómplice”.

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