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Leí a Encarna Jiménez en una de sus notables críticas de televisión en LIBERTAD DIGITAL, que reprochó con toda razón a Javier Sardá su deriva hacia la vulgaridad en “Crónicas Marcianas”. Y di un respingo cuando la periodista apuntó que este deplorable desvío “responde, como no podía ser menos, a la urgencia por apoderarse de la noche a cualquier precio”. Pero si no es inevitable que la competencia desemboque en una carrera generalizada hacia abajo en la calidad ¿por qué parece serlo en televisión?

El asunto no es baladí porque nutre un viejo argumento intervencionista, según el cual la telebasura prueba la debilidad del mercado y la necesidad de la acción correctora de la Administración. Incluso desde las huestes liberales se habla de no privatizar del todo RTVE y dejar un canal cultural, etc.

Cuando hay competencia se abre siempre un abanico de calidades y precios en el que podemos elegir según nuestros recursos y la intensidad de nuestras necesidades. La competencia fuerza a los oferentes a satisfacer a los demandantes con el precio más bajo para cada calidad. Es evidente que un coche pequeño costará menos que un Rolls Royce, pero se venderán más unidades. Cabe esperar que un precio menor se corresponda con una demanda mayor, aunque la relación calidad/precio no tiene por qué deteriorarse a medida que las calidades y los precios bajan.

Pero la clave del párrafo anterior está al comienzo: “cuando hay competencia”. Supongamos que se prohíbe por ley vender más de dos modelos de coches; parece razonable esperar que en ese abanico artificialmente estrechado ninguno de ellos será un Rolls: al contrario, serán seguramente de baja calidad y bajo precio. Así, dada la limitación del mercado de la televisión en abierto a dos canales privados, suponer que van a asignar sus programas en horarios de máxima audiencia a, por ejemplo, la lectura y comentario de alguno de mis libros resulta simplemente ridículo (¡y para mí lamentable!).

Si alguna actividad minoritaria encuentra sitio en la pantalla es porque el mercado puede subdividirse mucho, y eso es lo que sucede con el cable y el satélite: si hay cientos de canales, habrá siempre alguno que satisfaga a una minoría. Otra vez, si el Estado sólo permitiese la publicación de dos libros, estoy totalmente seguro (y otra vez, deprimido) de que no sería el autor de ninguno de ellos.

Pero lo que unifica al cable y a los libros no sólo es la segmentación del mercado: es que además hay que pagar por ellos, lo que hace que tanto oferentes como demandantes se vuelvan más cuidadosos, responsables y exigentes. ¿Qué calidad se puede pedir a lo que es gratis?

La televisión es evidentemente peculiar: su mercado está artificialmente restringido en nuestro país, lo que hace que en las cadenas comerciales exista la obligación siempre de apuntar hacia los más amplios intereses posibles, pero también la tentación de buscar la salida fácil de la chabacanería. Esta tentación no es inevitable: “Médico de Familia” era más visto que el fútbol, y sin embargo se trataba de un programa no sólo nada pedestre sino moralmente impecable.

Por lo tanto, no es obvio que el mercado de por sí propicie especialmente la grosería: no es verdad que la gente demande basura y que las televisiones se vean forzadas a suministrársela. Pero en las condiciones especiales de los canales de oferta restringida políticamente y de emisión gratuita la ordinariez puede resultar más rentable que en otras circunstancias. Un consuelo importante es que se trata de una rentabilidad tanto más fugaz cuanto más deleznable sea el producto: ¿o por qué cree usted que “Médico de Familia” duró mucho más que “Gran Hermano”?

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