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Carlos Semprún Maura

Amigos, amores y conflictos de posguerra

No sé porqué Michel Herr ha desaparecido de la abundante literatura autobiográfica de Jorge Semprun. Fue, sin embargo, un hombre importante en sus mocedades. Fue él quien le arrastró a la resistencia antinazi, allá bajo la ocupación alemana de Francia. El caso es que un día de finales de 1943, Michel Herr se presentó en nuestra casa de Saint-Prix –la primera– anunciando que Jorge había sido detenido por los alemanes. No recuerdo si ya nos habían avisado oficialmente o no. También nos contó que él, como en una película del Oeste, solo y con una pistola, había intentado liberarle de la comisaría o más bien de la Feldkommandantur, en donde estaba detenido. Evidentemente fracasó e su intento, le detuvieron también, pero, por ya no recuerdo qué milagro, logró escapar y se pasó por Saint-Prix, para informar a nuestro padre. El bueno de José María de Semprún y Gurrea se puso verde al escuchar tales noticias. La peor de todas, es de suponer, sobre todo si no la conocía, era que le hubieran detenido a Jorge, pero la locura de ese Michel Herr, que ya habíamos visto, era muy de paso, le hacía temer a nuestro padre, imagino hoy, que se hubiera traído toda la Gestapo de Francia y de Navarra detrás de él. No ocurrió así. En realidad, no nos ocurrió nada.

Después de la guerra, Jorge, de vuelta de Buchenwald, se veía muy a menudo con Herr. Michel venía a Saint-Prix en coches militares con chofer, él en uniforme militar –se había pasado de resistente civil a militar, capitán, creo– pero la guerra había terminado. De todas formas, por aquellos años 1947/48, pasaba a menudo por la casona de Saint-Prix, la segunda calle de Rennebourg y en un periodo llegó a instalarse para terminar un libro de crítica marxista a Kant. Claro, el filósofo de los filósofos, para tantos. Se trajo una gran bolsa o saco militar, kaki y no blanco, como los marinos, con un poco de ropa, su cepillo de dientes y maquinilla de afeitar, etc, cosas usuales, para una temporada en casa de amigos pero también una lámpara y una pistola. Creo que desde la resistencia no se separaba jamás de su pistola, y además, convertido en oficial del Ejército francés, debía tener plenos derechos para ir armado. Lo de la pistola no me lo dijo, pero yo lo descubrí husmeando en sus prendas, siempre he sido muy curioso y lo he confesado en numerosas ocasiones. Lo de la lámpara nos extrañó, a Paco y a mi, sus huéspedes, y le manifestamos nuestra extrañeza: “aquí te habrás dado cuenta, hay electricidad y si necesitas más luz podemos traerte todas las lámparas que quieras”. “No –respondió, muy serio– ésta es la única lámpara en el mundo que me inspira pensamientos filosóficos.

Michel Herr estaba, por entonces, locamente enamorado de nuestra hermana Maribel y –muy torpemente, tengo la impresión– aullaba su amor por Maribel a su marido, Jean-Marie Soutou, y a los hermanos de su Dulcinea del Toboso, me temo que inútilmente. El drama de Michel Herr, puede decirse que es un “drama del siglo”. Siendo un militante comunista fanático, cuando su partido, el PCF, le ordenó quedarse en el ejército, él, que sólo soñaba con filosofía en general y materialismo dialéctico e histórico, en particular, obedeció.

Conocida es –no, en absoluto, debería serlo–, la habilidad de los partidos comunistas para situar a sus gentes en los lugares que consideran esenciales para el golpe de Estado: ejército, policía (véase Barcelona en 1937), propaganda, etc, siguiendo las consignas de Lenin y Malaparte (Técnica del golpe de estado). Pues bien, el Estado francés le envió, lo cual es lógico, tratándose de un oficial de carrera, o en todo caso convertido en eso, a Indochina, en donde se encontró enfrentado a sus camaradas vietnamitas, los cuales estaban apoyados por la URSS, su patria ideológica (no me atrevería a decir filosófica, esa seguía siendo Alemania, veterana patria de la música y de la filosofía), y se volvió loco. O fingió volverse loco para escapar a ese infierno personal, a la vez que político. Hay muchas formas de simular la locura que demuestran que lo eres, pero ¿qué es la locura? Ese es otro tema. De todas formas, le perdimos de vista, hasta que a principios de Junio de 1968, durante los “eventos”, me lo encontré por casualidad “azar adjetivo” tan apreciado por André Bretón, en la famosa Ecole Normale Superiéure, calle de Ulm ocupada entonces por el “Movimiento del 22 de Marzo”. Mis declaraciones tan violentamente anticomunistas (sí, ya, e incluso antes) le asustaron tanto que hizo un rápido mutis por el foro.

“Azar objetivo”también, porque su padre, Lucien Herr, había sido bibliotecario de la célebre Escuela, mucho antes que el asesino Luis Althusser, quien mató a su esposa con tanta fruición que no pudo impedirse contar su satisfacción en su autobiografía. Lucien Herr no mató a nadie, pese a ser socialista amigo y se ha dicho íntimo colaborador de León Blum. La filosofía no siempre conduce al crimen, hablo de Lucien Herr, claro, quien según lo poco que se sabe de él, fue muy discreto, era un socialista humanista bastante liberal. Eran cosas que existían entonces, en Francia.

(...) Llaman a la puerta. Paco va a abrir. Un joven barbudo, con mochila género poco frecuente a finales de los años cuarenta, pregunta si en esa casa (nuestra casa) están las Pitoeff. Paco dice que sí, y de sopetón pregunta: “¿Tiene dinero?” “¿Dinero? –se extraña el desconocido–. Si, un poco ¿porqué?”. “Pues, vaya a comprar alcohol, lo que sea, no nos queda una gota de alcohol.” Pero las Pitoeff, han visto u oído a su amigo, y se precipitan: “¡Raúl! ¡Querido! ¡Has llegado, por fin!”. Le acusan a Paco de ser muy bestia, pero Raúl, el joven orfebre suizo, ya que eso era, amigo de las hermanas Pitoeff, se declara encantado por haber sido recibido de manera tan original, encantado de ir a buscar vino, coñac, o lo que sea, encantado de la vida, vaya. Y fueron a comprar alcohol.

Ese fue un episodio de las visitas a Saint-Prix, que nos divertía recordar a Paco y a mí. Gonzalo, nuestro hermano mayor, había conocido a la tribu de los Pitoeff, en Ginebra, durante la guerra y nos la presentó. Bárbara y Aniuta, se invitaron a Saint-Prix. Vinieron con Henri R. –amante clandestino de la bella Aniuta y colaborador de Marcel Duhamel, en la Serie noire–, Raúl y ya no recuerdo quién más; pero la casa estuvo bastante llena y durante dos semanas no paramos de jugar, reir y beber. Bárbara tenía ganas de acostarse con Paco, y no lo ocultaba, pero Paco tenía ganas de acostarse con Aniuta, pero ésta no iba a engañar a Henri en tan poco tiempo y en la misma casa. Yo le decía a Paco: “Acuéstate con Bárbara, con Aniuta no podrás”. “¿Estás loco? Si levantas sus faldas verás que tiene telarañas entre las piernas”. Las dos eran actrices, pero Aniuta no logró gran cosa en el mestiere, y Bárbara, que no había empezado mal, delgada, pelirroja y estrafalaria, pues no comía nada, sólo bebía champán, un champán barato y asqueroso, por cierto, se convirtió poco después al budismo y se largó a un “ashram” en Pondichéry. La vi en la tele, veinte años después, igual de delgada, estrafalaria y simpática, pese a su budismo.

Sus padres, Ludmilla y Georges Pitoeff, fueron actores y directores de teatro famoso en el París cosmopolita de l’entre deux guerres, exiliados rusos (armenios, me asegura Nina), y refugiados en Suiza durante la guerra. El único que logró continuar la gran tradición teatral familiar fue Sacha Pitoeff. Al cabo de unas dos semanas, y por lo que fuera, Paco se hartó, se inventó una nueva racha de invitados y les echó de casa. Yo estaba muy de acuerdo y participé en la “expulsión”, porque tenía una novia tímida, que no se atrevía a pasar la noche, y aún menos la tarde, en una casa llena de gete desconocida. Y me moría de hambre.

También vinieron las hermanas Rabinovitch, Lidia y Natacha (¡Ay, Natacha!), que vivían en la calle Douai, en París, cerca de la Plaza Blanca, en donde por aquel entonces, André Breton ejercía su magisterio en un café. Yo le había leído un poco y lo leí todo luego, pero jamás llegué a conocerle personalmente. Buen poeta, pésimo teórico. En la misma calle de Douai, pero más cerca de la Plaza de Clichy, estaba la famosa Escuela de Danza clásica dirigida por la temida y admirada Olga Sossipovna Preobrajenskaya, en la que una niña demostró todas sus dotes para convertirse en prima balerina, pero una tremenda tuberculosis frustró todas sus esperanzas y casi se muere a los quince años.

Íbamos sobre todo a Saint-Germain des Près, y nos hicimos amigos de los que luego se calificarían de “grupo de la calle Saint-Benoît”, porque allí estaba el inmenso piso de Marguerite Duras, quien ya había publicado dos insulsas novelas durante la guerra, y publicaría en 1950, su célebre Barrage contre le Pacifique. Algunos de los hombres de este grupo, había pocas mujeres, se hicieron luego relativamente famosos: Edger Morin, Claude Roy, Robert Antelme, Dionys Mascolo, etc, pero siendo amigos de todos ellos, Paco y yo lo fuimos en especial de Monique Régnier y Bernard Guillochon (se llamaba Daniel, pero todo el mundo le llamaba Bernard, su apodo durante la Resistencia). La pareja vino mucho a Sain-Prix, más que los otros.

Existía en ese grupo una situación vodevilesca que voy a resumir: Monique vivía con Bernard, pero estaba locamente enamorada de Antelme. Demostró infinita tenacidad, logró sus propósitos, se casó con Antelme, tuvieron un hijo, y vivieron juntos hasta la muerte de éste, o sea 42 años. Pero, por aquel entonces, Antelme seguía locamente enamorado de su esposa, Marguerite Duras, la cual se acostaba con Mascolo, sin ocultarlo en absoluto. Tuvieron asimismo un hijo. Luego Marguerite se enamoró, entre otros, del periodista-escritor Gerard Jarlot, un tipo simpático, quien murió joven, no recuerdo de qué enfermedad. Pese a ese juego de chaises musicales, sin citar a otras parejas y otros amoríos, todos ellos siguieron durante años viéndose a diario, en el piso de Marguerite, o en los cafés y restaurantes del barrio.

Tal vez no sea inútil precisar que todos ellos eran comunistas y que todos ellos tuvieron, en seguida, líos con su partido, pero no por motivos importantes (el Gulag, la dictadura contra el proletariado, el totalitarismo, en una palabra), no, seguían convencidos de la verdad de aquellas mentiras criminales, pero sencillamente no se tragaban las teorías seudoestéticas del “realismo socialista” y sentían antipatía por la soberbia y oportunismo de varios “mandarines” intelectuales del PCF, Casanova, Aragón, Jean Kanapa; etc. Un día de 1950, Monique y Bernard me dicen: “¿Sabes lo que ha hecho tu hermano?” No sabía. Pues les había expulsado del PCF, o mejor dicho había redactado el Informe que sirvió de base a su expulsión, porque esta ceremonia inquisitorial sólo incumbe a la dirección de los partidos.

Mintió para facilitar dicha expulsión, y ahora miente negando su participación activa en ella. Fue sincero una vez, vale la pena notarlo, cuando en 1955, convertido en Federico Sánchez, le dijo a Claudín, estando yo presente, que Jorque Semprún había mentido, claro, para desolidarizarse de sus amigos, que iban a ser expulsados, y no llegar con ese lastre pequeño burgués reaccionario, a los umbrales de la dirección del PCE. Tuvieron la suerte, todos ellos, de que aquello trancurriera en el sistema político que más aborrecían: el de la democracia burguesa, de haber transcurrido en Moscú, Praga o Budapest, pongamos, Antelme; Regnier, Guillochon y otros hubieran sido fusilados. De esto nadie habla, pero un día hablaré yo, con todos los detalles.

Debo confesar que, seducido por estas y otras personas, conformista ante la ideología dominante, tardé algunos años –puedo fechar mi ruptura, o su inicio, en 1956– en darme cuenta de que mis amigos y hermano no habían sido resistentes antinazis, sino súbditos del totalitarismo comunista. Buena prueba de ello es que no sólo se tragaron el pacto nazisoviético, que convertía a los nazis en sus mejores aliados, y que se pasaron a la Resistencia sólo cuando los nazis rompieron dicho pacto y atacaron la URSS, sino que además, “detalle” siempre olvidado, apenas el nazismo, el fascismo y el Japón imperial fueron derrotados por los ejércitos aliados, reanudaron su guerra a muerte contra la democracia, encarnada para ellos, sobre todo en el Gran Satán, los USA, pero no solamente, pues la guerra era a ultranza contra todas las democracias capitalistas: militar, política, ideológica, guerrillera, terrorista, y guerra perdida. Resistentes, por lo tanto, no, guerrilleros al servicio de la URSS. Deportados, sí, pero kapos al servicio de los nazis. Lo cual permite, no sólo cambiar los muertos, sino matar. No es, digamos, una historia muy ejemplar, muy ética, pero sigue siendo la que mejor se vende. Tal vez se trate de la adaptación marxista a la economía de mercado.


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