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Carlos Semprún Maura

Escombros por doquier

No hace falta ser ingeniero o arquitecto para entender que cuando una bóveda de uno de los terminales del aeropuerto de Roissy se derrumba, matando a cuatro personas –y podrían haber sido muchas más–, es porque ha habido fallos en su construcción. Eso, desgraciadamente, ocurre en todo el mundo: se derrumban casas, puentes, etcétera, por motivos semejantes. Lo que se entiende menos es el desfile de ministros –incluyendo el primero, Raffarin–, directores de los aeropuertos de París y demás personalidades, que fingen extrañarse: ¿cómo es posible, si es una construcción reciente, con apenas un año; si se hicieron todos los controles administrativos impuestos por la ley? Todo esto es demagogia barata, ya que hay que salir en la foto. La única pregunta seria es saber si los fallos en la construcción se deben a errores del arquitecto o si las empresas constructoras han realizado “economías” para embolsarse la diferencia, lo cual –desde el punto de vista moral– no es exactamente lo mismo.
 
No sólo el aeropuerto de Roissy, otras cosas también se derrumban en Francia; como, por ejemplo, la Justicia. Pero, como en Roissy, se derrumba parcialmente. Algunos ejemplos: cuando el Tribunal “revolucionario” de Nanterre condenó a Alain Juppé a diez años de ilegibilidad –o sea, a su muerte política–, alegó que había recibido intolerables presiones y amenazas, como si aquello justificara su severidad. La investigación judicial ha demostrado que era mentira, que no hubo ni amenazas ni presiones, pero los jueces siguen allí, intocables. Cuando los crímenes de Tolosa (el llamado “caso Alegre”), aún no definitivamente juzgados, se acusó a Dominique Baudis –ex diputado alcalde de la villa– de complicidad, pero él contraatacó, demostrando su inocencia. Cuando, en el norte de Francia, se descubre una red de pederastas monstruosos –que utilizaban supuestamente a sus hijos, muy niños, para sus orgías– y son encarcelados durante tres años los “culpables”, se descubre luego, en pleno tribunal, que todo es mentira; y no por la labor de la policía o los jueces, sino por la confesión de dos señoras, que quisieron miserablemente vengarse –por oscuros motivos– de sus maridos y familiares y terminaron por rajarse, al no poder soportar por más tiempo el peso de sus mentiras.
 
Podría dar otros ejemplos, pero lo que quisiera resaltar es la responsabilidad abyecta de los medios, que en todos estos casos, como en otros, sin pruebas, sin respetar el democrático principio según el cual toda persona es inocente mientras no se demuestre su culpabilidad, publicaron miles de artículos y filmaron miles de reportajes sobre la culpabilidad de Juppé, de Baudis, de esa monstruosa red de pederastas, etcétera. Ahora todos ellos acusan a la Justicia de errar, de no cumplir con su deber, cuando no sólo fueron cómplices, sino hinchas de las condenas sin pruebas, de las acusaciones infundadas. Todo el mundo sabe la influencia de los medios –y sobre todo de la televisión– en las decisiones de los jurados y de los jueces y magistrados. Estamos viviendo en sociedades del espectáculo, pero no en el sentido que le daba Guy Debord; es aún más rastrero y asqueroso.
 

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