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Carlos Semprún Maura

“La Vierge Folle” y “L’Époux Infernal”

Lo peor es que Rosa Montero se cree, probablemente, que ha escrito un scoop, o que se ha mostrado muy audaz, publicando un largo artículo titulado “La miseria real de una pareja ideal”, sobre las relaciones entre Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, en “El País Semanal” del 25 de agosto. Cuenta algunas cosas archisabidas, ocultando otras, también de carácter privado, y ocultando, sobre todo, lo esencial: la miseria política y teórica de esa ilustre pareja, porque cubre sus tumbas de ditirambos. Es cierto que, más Simone que Jean-Paul, y sobre todo sus hinchas, habían montado una leyenda embustera, como tantas leyendas, sobre la ejemplaridad y modernidad de su “pareja abierta”. Era totalmente falsa, pero hizo soñar a señoritas bien de la Complutense, o de la Universidad de Lima, según me contó Maria Angélica Nossa, pero esas posibles desilusiones ¿tienen la menor importancia?

No se conoce la vida sexual y sentimental de Rosa Montero, ni la mía, porque no somos suficientemente famosos y se prefiere husmear en los bidets de los ilustres. Pues eligiendo adrede al más famoso de todos, a Carlos Marx, cabe preguntarse ¿cuándo fue más “culpable ante la Historia”, si engrosando a su criada para luego cargarle la paternidad de la criatura a su “banquero” Federico Engels, o cuando escribió “El Manifiesto Comunista”, pongamos? Pero ya que existen tantos comentarios en torno a la sexualidad de “La Vierge Folle” y de “L’époux infernal”, como escribió Rimbaud aludiendo a su relación con Verlaine, en una de las obras maestras de la literatura francesa “Une Saison en Enfer”, y pese a que no sean casos idénticos, diré dos cositas sobre el tema. No sin señalar de paso varias erratas, como cuando se indica: “Rechazó el Premio Nobel en 1945 (!), y luego en 1964, o cuando escribe que conoció Sartre a Arlette Elkaïm en 1946, fue mucho más tarde, y otras erratas más irritantes que realmente graves (aunque sea bastante folclórico que a Nelson Algreen le dio un infarto mortal al leer lo que de él contó Simone en una de sus novelas).

No precisa Montero que la admirable feminista, partidaria de las cartas boca arriba, no reconoció jamás mientras vivió sus amores lésbicos, ni en sus escritos, ni en sus entrevistas, jamás dijo “yo”, lo cual fue su más absoluto derecho, pero no constituye un modelo de sinceridad y transparencia. En 1943, Beauvoir fue denunciada por la madre de una alumna y amante suya y la escritora fue expulsada del instituto en el que daba clases”, escribe Montero. Cierto, la amante se llamaba Natalia Sorokin, pero de Beauvoir no fue expulsada sólo del instituto (lycée), sino de la enseñanza, compromiso que encontraron las autoridades académicas de la época para evitarla un proceso y, tal vez, la cárcel. ¿Qué ocurrió entonces, que no cuenta Montero? Que quedándose Simone sin empleo, Sartre le encontró un trabajo en Radio-París, la más pro-nazi de las radios francesas de entonces. Bastaba haber colaborado con esa radio para ir a la cárcel tras la Liberación. Pero no Simone, claro. ¡Simone!. La compañera de Sartre, y tan “resistentes” ambos. Ni pensarlo.

La verdad es que si Sartre le encontró ese trabajo fue gracias a sus amistades con “colaboracionistas”, en torno a la revista “Comoedia”, por ejemplo. Porque, si bien es cierto que al principio de la Ocupación, liberado misteriosamente del campo de prisioneros de guerra, Sartre se unió a Merleau-Ponty y a un puñado de profesores y estudiantes que habían creado un grupito de resistencia intelectual: “Socialismo y Libertad”, enseguida se asustaron. Los nazis detenían y fusilaban a granel, y abandonaron toda actividad subversiva para dedicarse a la “dolce vita” hasta el final de la guerra, cuando escribió Sartre dos insulsos articulitos en “Les Lettres Françaises” clandestinas, como Mauriac y tantos otros. El término de “dolce vita”, no tiene nada de exagerado, ya que Sartre también abandonó la enseñanza durante ese periodo, no al ser expulsado por homosexualidad, o “resistencia”, sino sencillamente porque sus derechos de autor crecían como una inundación.

Pero esa vida de intelectuales conformistas no era particularmente extravagante. La mayoría de los franceses, intelectuales incluidos, se pasaron de un “petainismo” activo o pasivo a ser antinazis, o antialemanes (no es lo mismo) al compás de las victorias aliadas en todos los frentes. Una persona como Albert Camus constituye un buen ejemplo. Él fue un resistente de verdad en el movimiento “Combat”, pero al mismo tiempo se hacía amigo de Sartre y de Beauvoir, publicaba durante la Ocupación nazi, y desarrollaba una intensa actividad amorosa o erótica, o ambas. La moralista de Beauvoir se mofó de él como “cínico mujeriego” en su novela “Les Mandarins”, porque siempre es más fácil ver la paja en el ojo ajeno. De todas formas eran tiempos complejos y contradictorios y los juicios simplistas sobre el “bien” y el “mal”, que nunca convencen, aún menos sirven en esas particulares y trágicas circunstancias. El nazismo era el mal absoluto, desde luego, pero ¿y el comunismo?

Es cierto que, tratándose de opciones políticas, Sartre siempre tuvo la iniciativa, y de Beauvoir seguía, a veces alelada y otras a regañadientes, pero seguía. Y son precisamente estas opciones políticas de Sartre las que me parecen las más graves, aunque tenga razón Rosa Montero al considerar la vida privada de Simone y Jean-Paul nauseabunda, como lo desvelan la publicación póstuma de su correspondencia y varios libros. Citaré sólo uno: “Mémoires d’une jeune fille derangée”, de Bianca Lamblin (“Louise Vedrine”, en algunos textos de Simone), testimonio doloroso sobre la mezquindad, la mentira, el egoísmo, y la egolatría de la ilustre “pareja abierta”. Claro, se acostó con ambos, era una de las reglas del juego, pero en la cama prefería a Simone. ¡Para que se empapen nuestros machos!

Resumiendo. Después del periodo “existencialista”, de 1944/1950, en el que Sartre se convierte en algo así como una “rock-star” y en “gurú” de muchedumbres, que no le leen, llega la Guerra de Corea, y nuestro filósofo piensa que ha comenzado la III ª Guerra Mundial, la última, la guerra entre el capitalismo y el proletariado. Y claro, escribió: había que elegir el “proletariado”, o sea, para él, la URSS y los PC. Y se convirtió en su lacayo. Releer hoy “Los comunistas y la paz”, “El fantasma de Stalin”, y sus apologías del terrorismo, de Arafat a ETA, es para morirse de risa y asco en un rincón. ¿Lo ha leído Rosa Montero? Pero su influencia fue considerable, y subsiste, aunque venida a menos.

Fue mucho más nefasto para la causa de la libertad que los plumíferos asalariados de los PC, como Jean Kanapa, o Federico Sánchez, precisamente porque tenía mucho más talento que ellos. Conocido es su recorrido: estalinista hasta 1968, se hace maoísta y hace el ridículo. Al final de su vida, enfermo, rendido, casi cierto, abandona buena parte de sus conformistas certidumbres para discutir de metafísica con Benny Levy (ex maoísta), y entonces su Dulcinea del Toboso, convertida en ama de llaves y gerente de la “Casa Sartre”, la de Beauvoir, le traiciona, le insulta, le odia, y con su habitual maldad, arremete entra el vejete, quien ha preferido a la discreta Arlette Elkaïm y está destruyendo con sus incoherencias la empresa que tan rentablemente vendía géneros de punto y progresía barata.

Valdría la pena escribir un libro sobre el tema....

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