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Carlos Semprún Maura

Más murmullos que gritos

Ya no me atrevo a salir. Todos, comerciantes, vecinos, me miran de reojo, como si fuera culpa mía. En el estanco, en la Maison de la presse, en todas partes, siento hostilidad o, cuando menos, ironía. Ya nada de alegres: “Bonjour, Monsieur Semprun” (sin acento). Me pareció entender esta reacción totalmente inédita al leer en “Le Figaro” estas líneas de la entrevista con George W. Bush, que traduzco, tembloroso: “Me alegra la perspectiva de entrevistarme con el jefe del Gobierno español, Sr. Aznar, que es uno de los más jóvenes y más brillantes dirigentes europeos”. Bueno, esto podría tener algo de diplomacia activa, pero añade: “Ustedes saben, en efecto, cuán profunda es la influencia española en Estados Unidos, debido a la proximidad de América Latina”. Pues, ¡vaya! Del imperio... ¿hacia dónde?

Para que no aumente demasiado mi tensión patriótica, recuerdo que no hace mucho, los porteños desfilaban al grito de: “¡Gallegos, fuera!”. Yo no soy gallego, pero sin embargo... como Bush no pasa por París, no habrá manifestación callejera antiyanqui, sólo campaña de prensa. Después de los transgénicos, del clima, de la OMC y de Wall Street, éste tema de campaña antiyanqui es más dramático: se trata de la pena de muerte. Yo soy adversario de la pena de muerte y, para dar un ejemplo “imperial”, no la exijiría ni para Fidel Castro, el ilustre asesino, aunque no ilustrado. Estaría satisfecho con que le echaran del poder y le obligaran a exiliarse a Miami. Una vez, claro, que los exiliados cubanos hayan regresado a su isla, para suprimir la pena de muerte, y que renazca la alegría de vivir. Me parece, pues, muy mal la pena de muerte en cualquier país, pero me indigna que se tolere o incluso se aplauda, en los países comunistas, ayer y aún hoy, en dictaduras militares “de izquierda”, porque matan, precisamente, o en los países islámicos.

París no verá a Bush, pero ha visto a Clinton, venido a estudiar de cerca cómo va la “dolce vita” en la capital gala. Pues no del todo mal, gracias. Han encontrado, incluso, una nueva atracción turística: la manifestación. Todos los sábados por la tarde –y algunas otros días–, y desde hace diez años (antes también, pero menos) hay, por lo menos, tres manifestaciones que recorren las calles parisinas. Algunas folclóricas, o sea, Verdes, “gays”, cazadores o tintoreros; otras reivindicativas, algunas serias, como las del sector hospitalario en ruina. El pasado sábado hubo una para protestar contra los recientes despidos, y sobre todo impedir el voto de la ley sobre la “modernización social” (la ley franquista, ya comentada). Fue escuálida. Este es otro dato significativo; las manifestaciones “revolucionarias”, o reivindicativas, no sólo pierden contenido, pierden manifestantes. He visto, en varias ocasiones, un millón y más de manifestantes que recorrían las calles de París. Hoy, para llegar a 5.000 tienen que invitar a los primos y suegros de provincias, con el anzuelo de que “estará la televisión”.

El PCF sigue ejerciendo su chantaje, amenazando con no votar la dichosa ley carca. Como la peña de Chevenement y los Verdes, tampoco votarán a favor, a lo sumo se abstendrán, puede que la ley sea rechazada. Pero se da el caso de que Robert Hue está de nuevo ante los tribunales por financiación ilegal de su partido. ¿No habrá la menor relación? Resulta que el más firme defensor de los trabajadores explotados, el PCF, sólo sobrevive gracias a subvenciones, a veces ilegales, de empresas multimillonarias, como Vivendi, Hachette, Matra (armamento) y alguna más.

Una buena noticia, para terminar, Jean-Pierre Chevenement ha tenido una revelación: se ha enterado de que era la reencarnación del general de Gaulle. El domingo por la noche, lo anunció, emocionado, por televisión. Me he equivocado, ésta no es la buena nueva, sólo histórica; la buena es que, imitando a los países nórdicos, Jospin propone un “descanso paterno y pagado” de dos semanitas a los recién nacidos. Bueno, a sus padres, se entiende. Le tiene mucha envidia a Tony Blair. Con mi habitual egoísmo, recuerdo mi paternidad. No existía eso, y de haber existido, no hubiera podido beneficiarme: trabajaba “au noir”. He puesto una bandera blanca en mi ventana, a ver si se tranquilizan mis vecinos (ninguna alusión a Solé Tura).

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