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Carlos Semprún Maura

Pobres millonarios árabes

Francis Fukuyama, en un reciente artículo bastante sensato sobre los tremendos atentados, ponía como ejemplo de mala respuesta ante un problema real el caso de su abuelo, quien, como todos los japoneses que vivían en los EE UU, fue internado en un campo tras el ataque nipón a Pearl Harbor. Desde luego, sería grotesco, además de imposible, repetir la experiencia ¿Cómo confinar a los miles de millones de musulmanes de todo el mundo?.

Hay que recordar que los EE UU no fueron los únicos en tomar medidas arbitrarias de esta índole. En 1939, en Francia, por ejemplo, las autoridades confinaron a los alemanes en los campos de Argelia, entre otros, donde se encontraron o se añadieron a los refugiados españoles allí confinados. Eran muchos menos que los japoneses, pero la medida fue mucho más absurda, ya que se trataba de alemanes antinazis que se habían exiliado, o de judíos que también habían huido por motivos obvios; en ningún caso podían ser posibles colaboradores del nazismo.

De acuerdo, Fukuyama, no seamos musulmanes con los islamistas. El vendaval mediático sigue soplando vientos hediondos, y son innumerables quienes, como Juan Goytisolo, Susan Sontag, Jean-Pierre Chevenement y mil más, aplauden o fingen “explicar” los atentados con la retahíla progre habitual: los EE UU son culpables de todo; no hay que confundir un puñado de terroristas con el mundo musulmán; estos atentados -y los que te rondaré morena-, constituyen la protesta exaltada de los pobres del mundo “cada vez más pobres” contra la criminal mundialización liberal.

Sin temer contradecirse, los mismos que se emocionan ante la rebelión de las masas pobres, se indignan de las inmensas fortunas del terrorismo que circulan por los paraísos fiscales. Pese a las declaraciones oficiales que pretenden abrir un frente contra ese dinero sucio, soy escéptico: ¿qué van a hacer, si buena parte de esos “capitales flotantes” es legalmente saudita?. Casi nadie plantea la cuestión en sus verdaderos términos ¿qué hacen los países musulmanes con sus terroristas?. La respuesta es bien sencilla: los subvencionan, los protegen, los utilizan; y cuando ya no sirven, los matan, ya sean países integristas como Arabia Saudí, Irán, Sudán o dictaduras militares nacionalsocialistas como Siria e Irak.

Puesto que, de todas formas, siempre se critica más a los Estados Unidos que al integrismo musulmán, y se concede una importancia desmesurada a la ayuda norteamericana a los talibanes cuando la URSS invadió Afganistán, recordaré que, en aquellos momentos, Moscú planeó muy seriamente la guerra como posible salida del atolladero económico y social en el que se hallaba. Ya se ha olvidado, pero no sólo invadieron Afganistán, sino que instalaron en toda Europa del Este, sus misiles nucleares, que no constituían precisamente un preludio o otra paz eterna que no fuera la del sepulcro. El rotundo fracaso soviético en Afganistán (los soldados se negaban a combatir) y la firmeza occidental, rearmándose e instalando frente a la URSS los cohetes de la OTAN, forzaron a los soviéticos a abandonar sus planes bélicos. Pocos años después la URSS se desplomaba.

Por consiguiente, que un puñado de agentes de la CIA ayudará a los afganos en esa guerra tiene su lógica estratégica. No veo ninguna, en cambio, en la política que EE UU practica con países como Arabia Saudita, Pakistán, también ahora Irán por lo visto, etc... No solamente es inmoral, sino que a la larga es suicida, porque dichos países -a los que hay que añadir también Libia, Sudán, Irak y Siria- protegen, subvencionan y utilizan las redes terroristas; incluso si a veces, como ocurre con Bin Laden, dichas redes actúan por su cuenta, aunque siempre al servicio de Alá, del Corán y de la guerra santa contra los judíos y Occidente.

Tenemos otro ejemplo reciente: Sharon y Arafat deciden un alto al fuego. Inmediatamente Hamas se desmarca: la guerra santa ha de continuar contra Israel hasta su destrucción. Y claro, continúan el terrorismo. Otros países han tenido experiencias parecidas, como Francia, sin ir más lejos; porque si las catástrofes abundan en el ámbito internacional, Francia tiene un buen recuento de desastres: Argelia, Líbano, Siria, Irak, etc.

No hay que pedir peras al olmo, desde luego, pero ciertos principios cacareados a diario en Occidente, como los famosos “derechos humanos”, deberían tener, al menos, una mínima consideración en las relaciones internacionales. En los países islámicos no existe la igualdad entre los sexos, y tanto la libertad de expresión como los esenciales derechos ciudadanos -y muy concretamente los de los más pobres: obreros, artesanos y campesinos- son pisoteados a diario. Son sociedades monstruosas, y lo son porque su ideología y su práctica se basan en el Corán. Punto y aparte.

Esto no significa que yo apoye cualquier acción o cualquier bombardeo. Los bombardeos rituales contra Irak por parte de la aviación anglonorteamericana me parecen ineficaces y contraproducentes, porque alimentan una propaganda imbécil, aunque eficaz. Lo del bloqueo que produciría millones de niños muertos, en cambio, es un bulo de muy mal gusto.

Comparto con algunos -no tengo la impresión de que seamos muchos- una solidaridad radical en defensa de nuestras imperfectas democracias contra la barbarie islámica. Criticamos nuestras sociedades porque consideramos que sería necesaria mucha más libertad, no sólo en el terreno económico. Exigimos una reducción radical de la burocracia estatal, con sus lacras, sus controles y su parasitismo subvencionado; pero yo me temo que la necesaria respuesta al terrorismo sirva de pretexto en algunos países, para reforzar precisamente el papel del estado, de sus burocracias y de sus controles, que llevarán aparejadas, muy probablemente, demagógicas medidas “pro árabes”.

Considero que la batalla por ganar la opinión pública es fundamental. De la misma manera que el Corán lo ordena todo, desde como limpiarse el culo, hasta a quien hay que matar, la lucha contra el fanatismo islámico también debería ser global, desde la escuela (¡ay! ¿qué hacen nuestras pobres escuelas, frente a las coránicas?), hasta los medios informativos, pasando por las elecciones. Todos los métodos son necesarios para luchar contra el fanatismo islámico. Desde luego, tendrán lugar operaciones policíacas, no se puede descartar, y aún menos condenar, alguna intervención militar. Pero luchar contra la mentira, la cobardía egoísta, la propaganda que justifica y hasta ensalza el “heroísmo” de los terroristas, es tarea de todos. Y eso no lo harán los gobiernos, más preocupados por supuestos equilibrios internacionales, más timoratos frente a las potencias petroleras.

Bueno, seamos optimistas y precisemos: no lo harán solos. El ejemplo de Nueva York, en este sentido es alentador. La respuesta, la repulsa, fue unánime: ¡todos a una, como en Fuenteovejuna! Pese a la abrumadora propaganda antiyanqui, no hubo pánico, sino solidaridad; no se hundió la Bolsa de Wall Street. Y puede que, incluso, como así lo espera Funkuyama en el artículo citado, el pueblo norteamericano salga más unido y más resuelto; lo que constituiría una derrota para el islamismo terrorista.

Pero cuando hemos visto en Durban, bajo los auspicios de la ONU, una exaltación racista y antisemita tan palpable, unida a las acusaciones a Occidente con la coartada de la esclavitud -como si fuéramos los únicos en haber tenido esclavos en tiempos pasados, como si no hubiéramos sido los primeros en poner la esclavitud fuera de la ley- y además se oye a los acomplejados dirigentes de la UE declarar, tan tranquilos, que si se hubieran retirado de la conferencia, imitando a Israel y los EE UU, las cosas hubieran sido peores, se le cae a uno el alma a los pies. ¿Cómo podrían ser peores?

En este sentido, la buena reacción de José María Aznar ante los atentados del 11 de septiembre, le va a otorgar un papel fundamental en estas circunstancias, cuando ocupe la presidencia de turno de la UE dentro de pocas semanas. No podrá hacerlo peor que Chirac y Jospin, o los belgas actuales. Al contrario, mira por dónde, esperamos que lo haga muchísimo mejor.

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