El pasado Domingo, el Primer ministro, Jean-Pierre Raffarin, hizo una breve intervención en el telediario de las ocho de la tarde, por TFI, la más popular y la peor de las cadenas de la tele. Habló sobre todo de las reformas realizadas: las pensiones, el seguro de enfermedad, en un contexto difícil, con mucha recesión, lo cual explicaría su impopularidad. Ahora, que ha vuelto cierta bonanza económica, todo será más fácil. Indicó tres ejes a la acción de su gobierno en los próximos meses: lucha a favor del empleo, lucha contra la carestía de la vida, y reforma de la enseñanza para lograr una enseñanza de calidad en las escuelas y los colegios. Para ello deberían licenciar a por lo menos la mitad de los profesores y maestros. Imposible. Al día siguiente, varios periódicos le trataron de patético, algunos añadieron voluntarioso. Patético y voluntarioso, porque se aferra a su cargo.
No estoy de acuerdo. En cambio, si se puede apreciar que no tenga una visión planetaria y demagógica del mundo, como Chirac, en lo que le atañe directamente, las reformas en Francia y el bienestar de los franceses, se queda corto, se queda cortísimo. También es cierto que tiene muchos enemigos, en la calle, en la prensa y en su propio gobierno. Además, todo el mundo sabe, o debería saber, que Chirac espera que la Justicia disculpe definitivamente a Alain Juppé, de sus supuestos "pecados" para nombrarle Primer ministro. Mientras tanto será Raffarin.
Por cierto, Chirac sigue desbarrando en la ONU, junto con el Presidente brasileño, Lula da Silva (quien debería ocuparse un poco más de la miseria en su país, en vez de echar discursos demagógicos por doquier). Ambos proponen nada menos que un impuesto internacional para luchar contra el hambre en el mundo. Todo el mundo sabe, si su propuesta cuaja, a qué bolsillos irá a parar el dinero recaudado, sin crear la menor estructura de producción coherente en países pobres, y, claro, sin crear empleo salvo para funcionarios.