El pasado sábado se habló muy poco de una manifestación ejemplar, aunque modesta, que tuvo lugar en París, en las cercanías de la celebérrima Place Pigalle, y en la que unas trescientas prostitutas protestaban contra las trabas impuestas por Sarkozy a su libertad de trabajo. Muy pillos, los periodistas de la tele sólo entrevistaron a un par de prostitutos/as con pelo largo, caritas pálidas y vozarrón baturro. ¿Qué exigían? Ser funcionarios/as, como en la URSS.
La otra, la grande, la seria, la de la izquierda unida, desfiló en familia con los abuelos, los padres, los hijos y los niños de pecho. Representaban la Familia y exigían Trabajo permanente y no precario y, en cuanto a la Patria, ésta volaba sobre todos los desfiles, con las alas desplegadas; pero en concreto se manifiesta estos días con el "patriotismo económico", la política autárquica y reaccionaria que rompe con lo único logrado por UE, el mercado común. Fue una manifestación "neopetainista". A mí me han llamado la atención las reivindicaciones de los sindicatos estudiantiles y universitarios: de un lado denuncian que la enseñanza esté "al servicio del capital" (sic) y, por el otro, las dificultades que tendrían para obtener créditos para comprarse pisos, coches, construir piscinas y pasar sus vacaciones en Tailandia, debido a la precariedad de este "contrato primer empleo". Denuncian la sociedad de consumo, pero quieren consumir más. Aún no han currado y ya tienen mentalidad de pensionistas. Es pura demagogia, claro, porque el dichoso contrato no les concierne a ellos sino a los jóvenes sin diplomas ni formación que se formarían en el tajo. Cuando, de milagro, alguno de estos jóvenes logra expresarse, pese a la marabunta propagandística que demuestra el dominio de la izquierda en los medios, afirma que prefiere un trabajo "precario" al paro. Porque de eso se trata, no de regalar coches a niños bien, sino de reducir el paro. Lo cual se queda por demostrar, desde luego. Y el eficaz ejemplo británico no sirve aquí, ya que es inglés.
Lo que más me indigna en este y otros conflictos laborales, o climáticos, es la aceptación por todos, partidarios o adversarios de las reformas, del papel todopoderoso del estado. El estado debe decidirlo todo: el salario mínimo, el primer contrato, los impuestos, el código laboral, la sequía, la gripe aviar, la remolacha, los matrimonios gays, la fusión Gaz de France-Suez, la prohibición de fumar, la violencia doméstica, la sanidad, el PIB, la política exterior; todo, vaya, todo. Se verifica una vez más: nadie pone en tela de juicio que sea el estado el que decida los más ínfimos detalles de este "contrato primer empleo"; lo que se discute es si el estado lo retira y deja tranquilo el paro endémico, pero subvencionado, o si lo mantiene. Los patronos no tienen la menor posibilidad de hacer ofertas por su cuenta, por ejemplo. Y no salimos del aquelarre burocrático.
Todos los líderes sindicales y políticos de oposición, tras "el éxito de la protesta", exigen que el gobierno abandone el contrato de primer empleo; sino se convertiría en fascista. El gobierno responde que no cede y que lo mantiene. Ahora bien –añaden ministros, primeros y segundos–, se pueden discutir adaptaciones y mejoras... Nuevas protestas se perfilan en el horizonte de esta primavera que no llega.