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Carlos Semprún Maura

Un balcón en el bosque

Yo no diría que las fiestas navideñas me hacen "contemplar mi muerte con serenidad", pero confieso que prefiero que pasen rápidamente, sin pena ni gloria.

"Si este tupo de imágenes virtuales se extiende, contemplaré mi muerte con serenidad", dijo hace pocas semanas Alain Finkielkraut. El motivo fue una historieta "moral" hecha precisamente con imágenes virtuales, más horrendas que los dibujos animados, y que Christine Ockrent se empeña en difundir después de su programa los domingos por France 3 (salvo estos días, ya que está en Egipto de vacaciones con su marido, Bernard Kouchner, y la pareja feliz de Sarko y Carla).

Yo no diría que las fiestas navideñas me hacen "contemplar mi muerte con serenidad", pero confieso que prefiero que pasen rápidamente, sin pena ni gloria. Sin gloria ciertamente han pasado, pero es más discutible que lo hayan hecho sin pena, porque pese a estas fiestas tan embrutecedoras la vida, o sea, la muerte, continúa. Por ejemplo, cuatro turistas franceses han sido asesinados por terroristas islámicos en Mauritania. La prensa gala finge extrañarse: ¡Pero si Mauritania es un país muy pacífico, que acoge muy bien a los turistas! Pero el islam radical no es pacífico y le ha declarado la guerra a Occidente. A ver cuándo se enteran de una vez.

Otra muerte comentada es la de Julián Gracq a los 97 años, quien vivía en la casa donde nación, en Saint-Florent-le-Vieil, cerca de Angers, a orillas del Loira. Los comentarios que se han publicado estos días sobre su vida y su obra me han parecido algunos cómicos, otros repugnantes y singularmente grotesco el de François Nourissier, veterano de la Academia Goncourt, porque ha loado en Le Figaro el hecho de que Gracq rechazara el Goncourt y se negara a ser candidato al Nobel. Si tan admirable es esa integridad intelectual, ¿por qué no ha dimitido usted del Goncourt? Además, Julián Gracq publicó en 1950, un año antes de que le concedieran el Goncourt, su panfleto La Littérature à l'estomac, un magnífico ensayo en el que denunciaba los premios literarios y toda la farándula, más comercial que literaria, aún incipiente entonces.

Pero quien se lleva el premio de la estafa es, una vez más, Ocatvi Martí en El País, que presenta a Gracq como un escritor progre que en 1936 se adhirió al PCF, "olvidándose" de señalar que en 1939 rompió con ese partido totalitario con motivo del pacto nazi-soviético. Saca de sus relaciones con André Breton la conclusión de que era "anti burgués" y sigue mintiendo hasta el final, y cuando no lo hace se equivoca, porque su necrológica está llena de erratas de nombres y fechas.

En realidad, después de su breve sarampión juvenil comunista, Gracq fue toda su vida un individualista furibundo, chapado a la antigua, que no conocía el ordenador, ni siquiera la máquina de escribir, y rehusaba tanto las entrevistas por televisión cono los libros de bolsillo. Fue fiel a un modesto pero genial librero-editor, José Corti, y  odiaba los espejuelos de la "gloria mediático", pese a lo cual podía cenar con Édouard Balladur. Su único defecto fue ser muy aficionado al fútbol.

Aunque no sea ésta una reseña, diré que los libros suyos que prefiero son, precisamente, La Littérature à l'estomac y Un balcon en forêt.

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