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Carlos Semprún Maura

Un libro, una casa y un cementerio

Conozco a Gerges Petit desde hace años. La última vez que le vi fue en el entierro de Cornelius Castoriadis. Recuerdo aquella mañana de invierno, con lluvia helada, en el cementerio de Monparnasse, donde se reunió la crema y nata de la gauche antitotalitaria: Claude Lefort, Edgar Morin, Kostas Axelos, otros famosos y otros más humildes, como Enrique Escobar, hermano de nuestra Julia nacional, traductor y discípulo predilecto de Castoriadis y Georges Petit. Lógico. Durante años oí decir que Georges Petit era el único proletario del grupo Socialisme ou Barbarie, pero según los rígidos criterios de Marx, no lo era, ya que toda su vida fue un humilde empleado de ya no recuerdo cuál administración estatal, pero sí lo era en el sentido de que se ocupaba de distribuir y almacenar la revista y demás tareas materiales que los exquisitos intelectuales, se negaban, claro, a realizar. Pese a lo dicho tantas veces, Edgar Morin nunca formó parte del grupo Socialisme ou Barbarie (¡cuán cómicamente suena ahora ese título!). Eran amigos y a veces colaboraron, pero Morin escribía en la revista Arguments dirigida por Kostas Áxelos.

Pues resulta que el “proletario” Georges Petit ha escrito un libro, publicado hace pocas semanas en la colección Littérature et Politique, dirigida por Claude Lefort (Ed. Belin), y es un libro admirable. Se trata de sus recuerdos de deportación en Buchenwald y Langenstein, se titula Retour a Langenstein y es, repito, admirable. Se me dirá ¡un libro más sobre los campos nazis!, pues sí, pero es un libro diferente. Primero porque está bien escrito, su estilo tiene un perfume a la vez clásico y callejero o coloquial, pero sobre todo porque es la primera vez que leo, y he leído bastantes, un libro sobre la deportación tan sincero, humilde y bello. Como si en los relatos de históricas batallas contados por emperadores o generales, surgiera de pronto una historia, la misma pero diferente, contada por el último soldado de la más sacrificada de las infanterías. Aquí no hay leyenda, ni históricas mentiras, sólo la siniestra realidad.

No hay, afirma Petit, el menor motivo para vanagloriarse por haber sido deportado. La leyenda es falsa, los nazis (y yo añadiría, sin contradecir a Petit, los comunistas), quisieron deshumanizarnos totalmente y totalmente lo lograron. Otro aspecto, a mi modo de ver insuficientemente desarrollado, porque Petit lo da por archisabido y no es cierto, es lo que dice sobre la hiérarchie-detenus, los capos que, a las órdenes de los nazis, ejercían una inaudita represión contra los demás deportados, los que estaban aún más abajo. Y esa jerarquía, en Buchenwald, como en otros campos, eran los comunistas.

Pasando, cínicamente, de la tragedia al dichoso veraneo, diré que “la he visto”. He visto la casa de Lionel Jospin en la isla de Ré. Sobre si la ha comprado con billetes de fondos secretos o no, las opiniones no coinciden. No es ningún palacio, es una casa de tipo clase media, en la rue du Havre, en Ars-en-Ré, al lado del cuartelillo de la gendarmerie. No es ningún secreto, los autocares turísticos se paran unos instantes y se comenta: “Aquí la casa del primer ministro”. Me han dicho que Jospin se está ensanchando, la alcaldía le ha alquilado el jardín del cura y está en negociaciones para comprarse la casa de al lado. Pero lo que Jospin no sabe, es que al ser Ré, como La Rochelle (¿habéis leído a Alejandro Dumas, o sólo plagios?), un lugar álgido en las guerras de religión, porque había muchos protestantes, en ese jardín que fue del párroco, están enterrados clandestinamente varias docenas de ellos asesinados, los cuales se levantarán por las noches, con o sin luna, para pedir cuentas y venganza a su nuevo amo, él también de origen protestante. Los muertos no se interesan por las elecciones.

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