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Carlos Semprún Maura

Vanity Fair

Faroleando, como de costumbre, sobre su profundo conocimiento de la cultura francesa, de la que se empapó, dice, cuando estaba en París como corresponsal de Informaciones, y de la Embajada Soviética, Haro Tecglen mete la pata: “... nuestra Marguerite Montero cantando viejos cuplés franceses y españoles”. Pues esa señora ni canta ni existe. Existía una Germaine Montero, que presumía de saber español y de haber actuado en “La Barraca” de García Lorca, y que no cantaba mal. Yo la conocí porque fue la “celestina” en mi adaptación y traducción radiofónicas al francés de la obra de Fernando de Rojas. Una versión íntegra: diez horas de teatro radiofónico, sí señores. Recuerdo que me miraba con odio, porque yo la hablaba en español y apenas me entendía. Su mejor papel como actriz fue el de la puta enamorada de Gerard Philippe, en Monsier Ripois, de René Clement, buen director de actores, por cierto. También existía una Marguerite Moreno, estupenda actriz, sobre todo de teatro, uno de cuyos papeles más famosos fue el de La loca de Chaillot de Jean Giraudoux. Era esposa de un escritor muy interesante y totalmente olvidado, no sin lógica: Marcel Schwob. Eso ocurría por los años treinta, cuando Haro era un niño republicano. Luego siguió siéndolo, pero joseantoniano y franquista.

Teniendo en cuanta los fallos de memoria que encubren las mentiras del eterno candidato a la Real Academia, esta confusión de nombres resulta nimia, pero sintomática: habla de lo que no sabe y oculta lo que sabe y lo que ha hecho. Su hez diaria venía a propósito de la hospitalización de Jean-Paul Belmondo, a raíz de un ataque cerebrovascular. Por lo visto va mejor. Pero lo que, claro, no dice Haro, a quien los problemas sociales no interesan, sólo los de poder y las mordidas –y las de izquierda siguen siendo suculentas– es que con motivo de esa hospitalización de Belmondo, Le Monde publicó un suelto denunciando implícitamente la miseria de los hospitales franceses. Esta enfermedad grave, pero conocida, que exige una intervención rápida y equipos médicos cualificados, apenas tiene en Francia hospitales preparados para las necesarias intervenciones especializadas. En este sector de la medicina, Francia está en el furgón de cola, detrás incluso que Turquía. Sabiendo que me repito, pero seguro de que nadie me lee, lo cual es muy confortable, repetiré pues que la red hospitalaria francesa –que sin ser la mejor del mundo como pretenden los “franchutes”, no era nada mala– está en total decadencia. Esto viene de lejos y no es culpa exclusiva del Gobierno actual.

El carca de José Bové ha hecho el ridículo conmemorando su destrucción de un Mc Donald’s en Millau (Aveyron). Sus hinchas fueron pocos, pero eso no importa, ya que estaba la televisión y hasta en el editorial de LeFigaro de este lunes se consiera que no le falta, pese a todo, razón a este histriónico antiglobalización. ¿No ponen en peligro los McDonald’s la identidad francesa? Al haberse pasado la izquierda, sus valores, como dicen los cursis, a la extrema derecha, la confusión es lógica y hasta divertida. Todas las celestinas cosen nuevas virginidades a viejas políticas.

Daniel Cohn-Bendit, convertido en payaso burocrático, ante la amenaza de disturbios con motivo de la cumbre europea en Laeken (Bélgica) –que él considera importante para la democratización de las instituciones europeas–, propone que entre los líderes políticos y la chusma se instale una policía antidisturbios inédita: unos “cascos azules” que califica de “cabezas ciudadanas”, las cuales sin violencia permitirían que dicha cumbre se celebrara. ¿Se ha vuelto loco? No, piensa que su carrera está en las instituciones europeas y puede que sueñe con ser un día Presidente de la Comisión –con José Bové como adjunto y delegado para los quesos– y teme que sus amigos izquierdosos “le jodan la marrana”. Para crear esa policía pacífica, verde y ciudadana, lanza un llamamiento. ¿A quién? ¡A los partidos comunistas, nada menos! La imagen de Robert Hue, con un casco azul, en Laeken, separando a Cohn Bendit dándose de hostias con Ignacio Ramonet, confieso que me produce la más profunda y perversa de las alegrías.

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