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Carmelo Jordá

Funcionarios y privilegios

Quien dice que está luchando por "nuestra sanidad" o "nuestra educación" está defendiendo sus privilegios.

Estamos asistiendo a una serie de conflictos –que probablemente irán a más– promovidos por colectivos de funcionarios: el de la sanidad en Madrid, el de la educación en toda España; o por trabajadores cuyas condiciones laborales son semifuncionariales, si me permiten el palabro: por ejemplo, los miembros de la plantilla de Telemadrid.

Se trata, por lo general, de colectivos que disfrutan de una serie de privilegios que los demás partícipes del mercado de trabajo no podemos siquiera soñar: vacaciones ampliadas, jornadas reducidas, días libres ante cualquier eventualidad...

Es cierto que a cambio de ello tienen otras servidumbres: los sueldos no siempre son altos –aunque no son tan bajos como se nos dice–, y no pocas de las labores que realizan son duras y no están tan prestigiadas como se merecerían –pienso, por ejemplo, en los profesores o en los miembros de las fuerzas de seguridad–; pero eso ya lo sabían esas personas cuando se presentaron a unas oposiciones.

Por otro lado, escuchando a muchas de ellas uno diría que les ha caído el funcionariado encima como una maceta por la calle, y que, para más inri, no se pueden deshacer de esa desgracia. Nada más lejos de la realidad: ahí están las excedencias –o la renuncia definitiva– que uno puede pedir para salir al mercado a pelear a cara descubierta.

Sin embargo, y pese a las muchas quejas, el fenómeno de que un funcionario abandone su condición es raro de ver, excepcional incluso. Esa es la mejor prueba de lo que todos sabemos y se niegan a admitir: que son unos privilegiados.

Un privilegio que, por desgracia para nosotros y ahora también para ellos, se ha extendido hasta un punto que es difícilmente sostenible: los tres millones de funcionarios que costea la sociedad española son, hoy por hoy y probablemente en el futuro, una losa que nuestra poco productiva economía no puede levantar.

Por supuesto, para alcanzar esas cifras disparatadas se han tenido que dar varios supuestos, pero el principal de ellos es la ingente cantidad de tareas que están asignadas a funcionarios, cuando podrían, y deberían, ser desarrolladas por asalariados de empresas privadas o por autónomos. Por ejemplo, no hay ninguna razón para que médicos, profesores o administrativos de muchas áreas deban ser funcionarios... excepto privilegiar a algunos trabajadores en detrimento del resto.

Porque a usted, paciente, le da lo mismo que el médico y la enfermera que lo atienden sean funcionarios o no, si hacen bien su trabajo; porque a usted, padre, lo que le importa es que su hijo aprenda, no si la seño es o no funcionaria.

De hecho, la cruda realidad es que las estructuras propias de la función pública, ya sea en hospitales, en colegios o en cualquier otro entorno, invitan a los funcionarios honestos y trabajadores, que los hay, a dejar de serlo: es lo lógico cuando el esfuerzo y la molicie reciben idéntico premio.

Así las cosas, no debemos dejarnos engañar: el que nos dice que está luchando por "nuestra sanidad", "nuestra educación" o "nuestra tele pública", en realidad está defendiendo sus privilegios y una forma de hacer las cosas que ni es más eficaz ni nos ofrece mejores servicios, pero que, eso sí, seguro que nos sale más cara.

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