Menú
Charles Krauthammer

No, Cheney no está loco

¿Qué comportamiento cita como prueba de la locura de Cheney? Responder con un "jódete" al senador Patrick Leahy. Por Dios bendito, según ese rasero hace tiempo que yo tendría que haber sido internado y el barrio entero de Brooklyn puesto en cuarentena.

"¿Qué le pasa a Dick Cheney?", se preguntaba Michelle Cottle en el primer número del recién relanzado New Republic. A continuación dedicaba las 1.900 palabras siguientes a presentar las pruebas que, a su entender, sugieren que su enfermedad cardiaca le ha dejado mentalmente incapacitado y demente.

La más simpático de este imprescindible artículo (titulado El corazón de las tinieblas, nada menos) es que se presenta como si fuera un ejercicio de compasión. Dado que Cottle sabe que sus lectores del New Republic sólo pueden ver a Cheney como el mal –"la próxima vez que vea a Cheney comportándose de manera extraña, no asuma automáticamente que es malo", aconseja–, es cierto que lo más generoso que puede hacer un progre por él es defender la teoría de que está como una cabra. En el escenario imaginario del progresismo, Cottle está intentando defender a Cheney por medio de la vieja treta de la enfermedad mental.

La autora progresista no parece comprender que nada demuestra ponerse a ilustrar cómo pueden afectar al cerebro los problemas circulatorios no sin que antes demuestres la existencia de un desorden psiquiátrico. Pero Cottle no ofrece nada en los síntomas incipientes o el comportamiento de Cheney que justifique un diagnóstico psiquiátrico de cualquier tipo, por no decir demencia senil.

¿Qué comportamiento cita como prueba de la locura de Cheney?

  1. Responder con un "jódete" al senador Patrick Leahy. Por Dios bendito, según ese rasero hace tiempo que yo mismo tendría que haber sido internado y el barrio entero de Brooklyn puesto en cuarentena.
  2. "¿Disparas a un hombre en la cara y no te molestas en llamar a tu jefe hasta el día siguiente?", se pregunta Cottle. Otro modo de describirlo sería este: después de un accidente de caza, Cheney intentó dejar todo en orden antes de hacer un anuncio público. No fue la mejor decisión, como escribí en su momento, pero es una reacción perfectamente comprensible. Y si eso es ser mentalmente inestable, ¿qué tiene usted que decir del joven Teddy Kennedy, que fue mucho menos comunicativo en un asunto bastante más serio, como es el abandono del cadáver de una mujer en el fondo de un estanque? No estoy juzgando a nadie. Simplemente estoy señalando lo tremendamente estúpido que es atribuir semejante comportamiento a una enfermedad mental.
  3. Un antiguo compañero de fatigas del vicepresidente, Brent Scowcroft, dijo que ya no reconocía a Dick Cheney. Pues vale. Tras el 11 de septiembre del 2001, Cheney adoptó una opinión sobre la lucha contra el jihadismo, el nuevo enemigo existencial de Estados Unidos, que difería radicalmente del enfoque "realista" sobre política exterior que había compartido una década antes con Scowcroft. ¿Eso es un síntoma psiquiátrico? Según ese rasero, Pablo de Tarso, Arthur Vandenberg, Irving Kristol, Ronald Reagan –por escoger al azar entre los miles de casos de personas que cambian profundamente su visión del mundo– son casos psiquiátricos. De hecho, según esa regla, Andrew Sullivan está como unas maracas. (Bueno, quizá no sea el mejor de los contraejemplos.)

Yo también conozco a Dick Cheney. Y sé un pelín sobre los efectos de las enfermedades físicas sobre el funcionamiento mental. En mi juventud, escribiendo en el Archives of General Psychiatry, identifiqué un síndrome psiquiátrico completamente asociado a desórdenes orgánicos (es decir, problemas físicos subyacentes). La revista médica británica The Lancet encontró este descubrimiento lo bastante notable como para dedicarle un editorial y advertir al personal clínico de buscar sus síntomas.

Como ex residente jefe del servicio de consultas psiquiátricas del Hospital General de Massachusetts –mi personal y yo éramos llamados para diagnosticar y tratar a los internados (muchos de ellos en postoperatorio, muchos con enfermedades cardiacas) que habían desarrollado síntomas psiquiátricos– sé algo sobre la demencia de origen orgánico. Y reconozco la basura pseudocientífica cuando la veo.

Al principio me incliné por pasar por alto en artículo de Cottle como una extraña broma de mal gusto –como suele suceder con los que se desquician con esta administración, es difícil de saber–, pero su extensa y trabajada acumulación de investigaciones médicas en materia de senilidad y enfermedades cardiovasculares sugiere que está hablando bastante en serio.

Eso no quita, claro, que no sea una idea sumamente estúpida. Tamaña idiotez tiene su pedigrí, no se crean. Se encuentra integrada en la gran tradición de la encuesta a psiquiatras que en 1964 concluyó que Barry Goldwater sufría paranoa. Habiéndose convertido Goldwater a lo largo de los años en el conservador preferido de los progres debido a su liberalismo, no se escucha una palabra hoy sobre que estuviera mentalmente enfermó o sobre el vergonzoso mal uso que se hizo en año electoral de la autoridad médica por parte de los psiquiatras que respondieron a la encuesta. La enfermedad que vieron en Goldwater fue, en realidad, "desviación del progresismo", algo que sigue siendo tan incomprensible hoy para algunos que debe explicarse recurriendo a problemas cardiacos.

Si hay un diagnóstico a establecer aquí, es el de otro caso más del otro síndrome psiquiátrico cuya identificación se me concede, un cuadro médico que confunde el cerebro de periodistas que en otro caso serían personas bastante normales y que ataca sin avisar: síndrome de obsesión con Bush, variante Cheney.

En Internacional

    0
    comentarios