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Cristina Losada

Aprendices de epidemias

Nunca es pronto, podemos concluir. Y: cuando se cruza cierto umbral, ya es tarde.

Una pequeña diferencia tiene un efecto exponencial. Un estudio de la Universidad de Columbia estima que si el distanciamiento social se hubiera puesto en práctica en Estados Unidos con una sola semana de antelación, el número de muertes habría disminuido drásticamente. En lugar de las 65.307 muertes que registraba el país el pasado día 3, habría 29.410. Y si la gente se hubiera quedado en casa dos semanas antes se habrían evitado el 83 por ciento de los fallecimientos. Son estimaciones sobre lo que pudo ser y no fue, pero no especulaciones de sobremesa. El trabajo en prepublicación, liderado por el epidemiólogo Jeffrey Shaman, da soporte cuantitativo a la idea de lo decisivo de la anticipación. Nunca es pronto, podemos concluir. Y: cuando se cruza cierto umbral, ya es tarde.

El efecto potencial de la anticipación fue asunto abordado en España, a mediados de abril, por un equipo de la Universidad de Oviedo, formado por economistas. Su estudio tuvo repercusión, porque indicaba que, de haberse decretado el estado de alarma una semana antes del 14 de marzo, el número de contagios habría disminuido en más de un 60 por ciento. Quizá se resaltó menos que los de Oviedo estudiaron la efectividad del confinamiento y, según sus cálculos, había logrado rebajar el número de casos potenciales en un 79,5 por ciento, aunque de forma desigual en las autonomías.

La valoración de los efectos que ciertas medidas pudieron tener, caso de haberse aplicado antes, tiene importancia más allá de servir de base para críticas y denuncias de las actuaciones de presidentes o gobernantes. La importancia de mirar hacia atrás es que permite mirar hacia adelante con el bagaje de la experiencia. Sabiendo que unos pocos días, una sola semana, pueden ser determinantes para inclinar la balanza del control al descontrol. Que pueden ser decisivos, más precisamente, para pasar del control aparente al descontrol que ya existe, pero aún no se ha manifestado.

Un aspecto que mayor perplejidad causa en esta epidemia –al menos se lo causa al lego en epidemias, que somos la gran mayoría– es la colosal dimensión del factor sorpresa. Todo parece bajo control, incluso hay algunas medidas en marcha que refuerzan esa impresión –en EEUU, por ejemplo, hubo restricciones a vuelos procedentes de China ya en enero–, y de repente, sin el previo aviso de una etapa de gradual empeoramiento, resulta que el número de casos se dispara, los hospitales se llenan, las UCI se quedan pequeñas y comienza, en fin, el ciclo infernal cuyo resultado son decenas de miles de muertos en poco tiempo.

La lección de la experiencia, que confirman estudios como el de Columbia, subraya lo vital de anticiparse al instante en que el control aparente se revela como descontrol absoluto por la súbita salida a la luz de la cifra oculta: la parte sumergida de la epidemia que ha ido creciendo sin que nadie se diera cuenta, porque bajo la cobertura de la tardanza en los síntomas o su inexistencia el virus ha estado circulando. Y cuando emerge la parte oculta, y es enorme, no hay testados ni trazabilidad que valgan contra ella. Sólo queda el recurso a la medida medieval del confinamiento para la población en general, y a la medicina actual para aquellos que han tenido la desgracia de complicaciones graves.

El aprendizaje se va a poner a prueba pronto. No en una futura nueva epidemia, sino en la presente. Porque, a pesar de las apariencias, y del crédito que algunos quieran dar a la apariencia, no ha desaparecido.

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