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Cristina Losada

Casado en el Orient Express

Quizá le cegó la sensación de que tenía poder, cuando un dirigente en la oposición, por mucho que lidere un partido, no tiene el poder realmente.

Quizá le cegó la sensación de que tenía poder, cuando un dirigente en la oposición, por mucho que lidere un partido, no tiene el poder realmente.
Pablo Casado. | Europa Press

Sorprende la sorpresa al ver, una vez más, cómo son los partidos por dentro. La liquidación de Casado y Egea ha provocado una exclamación de asombro por la rapidez con que los leales mutan en traidores. Causa pasmo que los que una semana antes aplaudían al líder lo abandonaran en cuanto olieron a muerto. Se compadece a la víctima de lo que se presenta como un asesinato ritual en el que todos, como en el Orient Express de Agatha Christie, asestan las puñaladas uno tras otro. En el misterio que resuelve Hercules Poirot, los autores son doce; aquí parecen incontables. Pero es lo propio de los partidos, tal como son y los conocemos. Ya puede cometer la dirección abusos y errores: la gran mayoría no alza la voz, porque el que se mueve no sale en la foto. Únicamente habrá movimiento cuando se tiene la seguridad de que los que mandan van a caer. Entonces, los que callaban se dan cuenta de que estaban descontentos, y ya sólo aplauden para despedir al cadáver.

La crisis estalló en el PP al ritmo intenso de los fenómenos larvados que crecen en la oscuridad hasta que rompen la cáscara que los tenía ocultos. Con los ingredientes visibles se compone un drama de rencores y envidia, celos y venganza y guerra sucia, pero al tratarse de un partido político la crisis interna no es ajena al estado político del partido y al resultado de sus decisiones. Difícilmente cae una dirección en tan poco tiempo, por más que sus métodos sean despóticos, si su gestión se percibe sólida y está avalada por las urnas y las expectativas de victoria. Pero el PP iba perdiendo fuelle en las encuestas –las del CIS no las cuento–, no estuvo a la altura en las urnas de Castilla y León, que eran la gran esperanza de Casado, y cuando tuvo la posibilidad de asestar un duro golpe al Gobierno con la reforma laboral, le dio, Casero mediante, un triunfo.

En el trasfondo político del drama se encuentra la incapacidad para adaptar el partido a la situación inédita que supone la presencia de Vox. Igual que la defenestración de Sánchez, en 2016, tuvo como telón de fondo qué hacer ante la amenaza ante Podemos. Bajo la dirección de Casado, el PP no dio con las claves para hacer frente a un competidor en ascenso. Era fácil contribuir al exterminio de Ciudadanos: bastaba contribuir. El trabajo estaba prácticamente hecho; fue un proceso de autodestrucción. Pero de cara a Vox, lo que iba haciendo Casado, fuese condenarlo, fuese tratar de imitar su tono, no funcionaba. El resultado de estos vaivenes fue una oposición al Gobierno sin rumbo, como guiada por una brújula enloquecida. Y con tintes, a veces, ridículos: la gran crítica y alternativa del PP a la gestión de la epidemia de Sánchez no fue otra que aprobar una Ley de Pandemias.

Cabe pensar que a Casado le arrastró, en su caída, Egea. De haberlo destituido antes, a lo mejor hubiera salvado los muebles. Pero no lo vio. Ni vio tampoco que los barones, los mismos que le auparon en 2018, dándole la victoria en el Congreso después de una primera fase que ganó su rival, habían perdido la confianza en él. Lo que te dan los barones, los barones te lo quitan. Quizá le cegó la sensación de que tenía poder, cuando un dirigente en la oposición, por mucho que lidere un partido nacional, no tiene el poder realmente. Ni siquiera dentro del partido. Porque para tenerlo de verdad hay que estar en el Gobierno.

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