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Cristina Losada

Contra los pactos

Los Pactos de La Moncloa tenían sentido en un proceso de cambio de régimen. Hoy, el único pacto necesario es el que no haría falta firmar. Está suscrito y plebiscitado y se llama Constitución.

La frecuencia con la que se proponen pactos de Estado en España es, como decía el doctor Johnson del segundo matrimonio, un triunfo de la esperanza sobre la experiencia.

Tenemos un currículo nutrido de solemnes compromisos entre el Gobierno y la oposición y un historial no menos abundante de incumplimientos. La cantidad no garantiza la calidad. El hecho de contar con un número considerable de pactos de Estado per cápita no ha evitado que la confrontación y el odio se hayan cultivado y extendido. Sin embargo, el procedimiento goza de buena prensa y de popularidad. Ahora, el Gobierno propone un gran pacto sobre la educación y hay quienes piden otro para afrontar la crisis.

La costumbre del pacto de Estado es una peculiaridad española que tiene sus raíces más superficiales en la Transición. En otras democracias, no necesitan subrayar con un pacto los asuntos que constituyen política de Estado. Por lo demás, si el partido que gobierna quiere o necesita el acuerdo de otros grupos, negocia en el Parlamento, que es el lugar adecuado para tales transacciones. No veremos tampoco a David Cameron acudir cada trimestre al 10 de Downing Street como aquí vemos a Rajoy en La Moncloa. La oposición no es en otras naciones un elemento del decorado del Gobierno. Ni se pretende anexionarla ni ella se deja.

Los pactos y gestos de unidad son muy apreciados por la querencia que se tiene hacia la imagen del consenso. Más que el contenido importa el continente. La cuestión es juntarse. Representar una escena tierna y dar por disueltas las discrepancias. La ilusión subyacente es que todos juntos podemos resolver todos los problemas. El proverbial individualismo español esconde un atavismo colectivista, que afecta tanto a derecha como a izquierda. Hay una profunda confianza en la conformidad y una gran prevención hacia el desacuerdo. Hacia la crítica. Se practica, y cómo, pero se aborrece. Y así, de forma espasmódica se alternan división y unión, cainismo y fraternidad, reconciliación y pelea a garrotazos.

Los Pactos de La Moncloa tenían sentido en un proceso de cambio de régimen. Había que forjar una estabilidad política para encarar una crisis económica. Hoy, el único pacto necesario es el que no haría falta firmar. Está suscrito y plebiscitado y se llama Constitución. Viene a significar que o respetas la Carta Magna o la modificas siguiendo las reglas establecidas. El problema capital es la deslealtad del PSOE zapaterino hacia ese pacto primero, detrás de la cual vienen las demás felonías. En cuanto a lo restante, que gobierne el Gobierno. Ficciones de unidad hay de sobra.

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