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Cristina Losada

Desconfianza

El 'masaje' sentimentalista al que recurrió el Gobierno, al tiempo que imponía el más largo y riguroso confinamiento, no ha podido evitar el choque con la realidad.

El 'masaje' sentimentalista al que recurrió el Gobierno, al tiempo que imponía el más largo y riguroso confinamiento, no ha podido evitar el choque con la realidad.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. | Ricardo Rubio (Europa Press)

Mentar al CIS bajo el título “Desconfianza” podrá tomarse como redundante. Los barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas siempre han estado bajo acusación de partidistas en lo que a la política respecta, aunque nunca como ahora, con los cambios metodológicos introducidos por su director, se había extendido la desconfianza más allá de los recelosos habituales. De tal manera, hoy, sólo con mucha cautela y pies de plomo puede uno aproximarse a sus sondeos de intención de voto y por extensión a otros, aunque sea justo ahí, en “otros”, donde se encuentren datos de interés. Como lo son, precisamente, los que dan medida de la preocupación de los españoles por el coronavirus y su grado de confianza en las actuaciones de los Gobiernos frente a la epidemia.

Mucho han cambiado las cosas desde abril. En el mes más cruel, con el país alarmado y bajo estado de alarma, con la mayoría de los ciudadanos confinados en sus domicilios y el sistema de salud al borde del colapso, la confianza en la política del Gobierno central para contener al virus estaba prácticamente al mismo nivel que la desconfianza: 46 por ciento frente a 48 por ciento. Un empate razonable, dada la situación. Parecía que el Gobierno estaba haciendo lo que tenía que hacerse, o lo único que ya podía hacerse, una vez perdida la primera batalla, la de la prevención. Seis meses después, en septiembre, ha llegado el desempate. La desconfianza gana cuerpo y de qué modo. Sólo el 31 por ciento de la población, según el CIS, confía en la actuación del Gobierno Sánchez ante la epidemia, mientras desconfía el 57 por ciento.

Quizá ese dato explica algunos movimientos políticos recientes por parte del Gobierno central, pero a lo que iba: es muy lógico que la desconfianza haya crecido después de que, supuestamente derrotado el virus (Sánchez dixit), éste volviera a desafiar las medidas de control –¿qué medidas?– que iban a acompañarnos, cual ángeles de la guarda, en el camino de la ya extinta y olvidada nueva normalidad. Tan extinta que ya nadie la menta, y menos aún quienes más blasonaron del concepto. El masaje sentimentalista al que recurrió el Gobierno, al tiempo que imponía el más largo y riguroso confinamiento, finalmente no ha podido evitar el choque con la realidad. Sólo retrasarlo.

La desconfianza va también por otros derroteros. El dato más sobresaliente es el que registra un incremento exponencial entre los propios ciudadanos. En abril, sólo un 5,5 por ciento pensaba que no era cívica la conducta de la mayoría, esto es, sólo muy pocos creían que no se cumplían las normas. En septiembre, subió al 43 por ciento. Hay una gran cantidad de españoles que piensan que la mayoría no sigue las recomendaciones. Redondeando, la mitad cree que sí, la otra mitad cree que no. El motivo de este cambio espectacular es claro. Cuando la mayoría estaba encerrada en casa por decreto, no había dudas: el cumplimiento imperaba. Pero flaquea, así es la percepción, desde que cumplir las normas depende más de cada uno que de la imposición de la autoridad. Triste, pero real. Ya no creemos todos que todo el mundo es bueno. Y esa es la buena noticia: todavía hay adultos en la habitación.

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