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Cristina Losada

Desde el infierno insolidario

Si ha comido usted langostinos en estas santas fechas pese a las conminaciones de Greenpeace, si no se le ha indigestado el turrón pensando en los pobres del mundo, si ha comprado regalos y si ha hecho, en fin, lo que suele hacerse por Navidad, su alma arderá en el infierno insolidario para siempre. ¿No se le atragantaron las uvas al ver la pancarta “Hambre no” que flotaba en el maremagnum de la Puerta del Sol madrileña en Nochevieja? ¿No prefirió purificarse con el espectáculo políticamente correcto transmitido desde el Forum Barcelona? No tiene remedio lo suyo, quiero decir, lo nuestro. Estamos condenados.
 
En esta época, y cada año con más ahínco, los  predicadores del Apocalipsis capitalista se proponen inyectarnos dosis de mala conciencia para que aflojemos la mosca, que es de lo que se trata al final. De algo hay que vivir, y la mayoría de las ONG viven de las subvenciones que les concede el G, y de ese viejo gusanillo que creen que habla más alto cuando tenemos delante una mesa bien provista y en la pantalla del televisor la miseria ajena. Antes, esa incomodidad se solventaba dando limosna,  ahora, además de la pasta, nos exigen que no consumamos.
 
En Estados Unidos hay un tipo llamado reverendo Billy que se ha hecho de oro lanzando anatemas contra el consumo, tremenda paradoja en la que desean instalarse casi todos los que hacen lo mismo por aquí. Casi, porque los hay ya instalados. Hasta los más anti-mercado, como los que en Vigo amontonaron cajas de cartón vacías en una calle comercial bajo el lema: “El consumo destruye el mundo”, pueden vivir en la cutrez que  les place gracias al sistema que condenan. El estigma de los anti-sistema es que sólo este sistema les ofrece la posibilidad de vivir en sus márgenes.
 
Los sermones contra el consumo que nos atizan por estas fechas tanto en las iglesias como en la calle y en los medios de comunicación, aunque diferentes en el detalle, comparten la misma madre: la idea de que si unos consumen más, hay otros que tienen que consumir menos. Lo cual se transforma fácilmente en el axioma de que unos pueden consumir más porque otros consumen menos. Que, en fin,  unos somos ricos, porque otros son pobres.  Donde el “porque” es lo esencial: lo que le sube los decibelios al  gusanillo.
 
Es una pena que estos predicadores no vayan a soltarles la monserga a los que producen las cosas que consumimos. Y especialmente a aquellos cada vez más numerosos que en los países en vías de desarrollo viven de vendernos productos. Por ejemplo, a los chinos que fabrican adornos de Navidad, a los vietnamitas y camboyanos que hacen la ropa que regalamos, a los africanos cuyas piñas comemos. Pero  también deberían convencer de las maldades del consumo a los mariscadores, viticultores y turroneros españoles, por mencionar sólo a algunos de los que se arruinarían si hiciéramos lo que quieren estos ascetas de pacotilla.
 
No lo verán nuestros ojos. Pues  lo que se proponen la mayor parte de nuestros solidarios bienpensantes es que les dejemos caer algunos doblones. En suma, que consumamos lo que ellos nos ofrecen: confort moral. Y sólo admiten  dinero a cambio. ¿No quedamos en que era mejor el trueque?
 

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