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Cristina Losada

El deporte nacional

Sí, ciertas tribus encuentran placer en la caída en desgracia de los mejores y ni siquiera lo disimulan. Celebran el golpe que hoy baja del pedestal al héroe de ayer. Pasan con gusto del aplauso al abucheo y del viva al muera.

Aquella noche, las portadas traslucían la satisfacción que procura hincar el diente a un escándalo fresquito y tierno. Un regalo y ¡por sorpresa! Fantástico. El disfrute aún era mayor por ser quien era la implicada. Una persona de probada capacidad, de espíritu esforzado y trabajador, que a la disciplina y el sacrificio consustanciales a su actividad, unía simpatía y sencillez, ese no darse importancia que es atributo de los mejores. Pues, sí, ciertas tribus encuentran placer en la caída en desgracia de los mejores y ni siquiera lo disimulan. Celebran el golpe que hoy baja del pedestal al héroe de ayer. Pasan con gusto del aplauso al abucheo y del viva al muera. En un parpadeo transitan del "quién lo iba a decir" al "ya nos lo decíamos". Y les complace y reconforta que así sea.

Desoída la prudencia, a pocos causó extrañeza que Marta Domínguez, la gran atleta, la campeona, la que cosechaba medallas y honores, chapoteara en el dopaje. Bien al contrario, la acusación gozó de máxima credibilidad. Y un país de descreídos, de gente que está de vuelta, que desconfía a muerte de políticos, jueces e instituciones, se aprestó a creer, de un día para otro, que una deportista honorable era una tramposa y una delincuente. La prensa aportó lo suyo. El principal diario deportivo calificaba de "gran noticia" la detención de la atleta. Caiga quien caiga, clamaba. ¡Tanto mejor si cae de lo más alto! Ni una duda. Ni una fugaz alusión a la presunción de inocencia, tan invocada donde no corresponde. Y el diario global anunciaba con su don profético: "El dopaje también acaba con la gran dama del atletismo". Cómo no estremecerse y deleitarse ante la imagen de una dama de posición que, de pronto, es arrojada del palacio al arroyo. Y si la dama es del PP, qué gozo.

Los anacletos de turno se han cubierto de gloria. De ese "oro" de herbolario que incluyeron, sin más, en el código del hampa. Con ellos comparten podio quienes rehúyen ahora toda responsabilidad, como un Lissavetzky cualquiera. Pero, descontadas esas miserias, queda el asombro ante la vertiginosa facilidad con que se siegan reputaciones, el escaso valor que se concede a una trayectoria intachable, la prontitud con la que se excitan los bajos instintos y se despierta el apetito de linchamiento. Tal y como si el deporte nacional fuera un feroz y resentido rechazo a la excelencia. Domínguez no podía ser tan buena.

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