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Cristina Losada

El mejor momento del español

Tal mejunje de intereses y de doctrinas retrógradas nos ha conducido aquí: a que en este momento, "el mejor que vive el idioma español en toda su historia", el único derecho que todavía se respeta es el de aprenderlo a través de la televisión.

Guardo, mejor dicho, atesoro unas declaraciones del ministro de Cultura que demuestran los estragos que causa, incluso en personas cultas e inteligentes, entre las que imaginamos al citado, la inmersión en la charca zapaterista. La primera víctima de tal zambullida es, probablemente, la honradez intelectual. Negar la realidad, con un par, se les vuelve condición sine qua non hasta a aquellos pocos, poquísimos, que en caso de que los echaran no se quedarían, como barrunta Leguina, en medio de la calle, con una mano delante y otra detrás. Si el político en el poder tiende de por sí a minimizar grietas y socavones, tormentas y nubarrones, defectos y pifias, el político de la galaxia Z se caracteriza por negarlo todo con obsceno desparpajo. Nada ni nadie le sacará de la cantinela de que vivimos en el mejor de los mundos. Ni el informe PISA ni los indicadores económicos ni los actos terroristas ni los aquelarres nacionalistas ni los anuncios de secesión con fecha fija. Y si no somos felices, la culpa es de los curas, del PP, de la COPE, de Bush o directamente nuestra, que no estamos a la altura de Zetapé, a quien, pese a sus ínfulas de redentor, no se le puede llamar salvapatrias.

El ministro César Antonio Molina decía, en el pleno del Congreso, el 17 de octubre pasado, que el idioma español no sólo no padece ningún tipo de marginación en Cataluña o en otros lugares, sino que "vive el mejor momento de su historia dentro y fuera de España". El actual Gobierno, apostilló, está siendo "el más decidido impulsor" del castellano. Bien mirado, sí que está impulsando este Gobierno la lengua común, pero hacia el exterior del recinto. O sea, que la está expulsando. En las zonas donde hay dos idiomas que sólo sobre el papel son cooficiales, se concluye el proceso de poner al español de patitas en la calle. Fuera del espacio público y, con particular vehemencia, fuera de las aulas. El empujón que se le ha dado con Z en La Moncloa es de los que, en efecto, hacen historia. Aunque por una vez y sin que sirva de precedente, esta historia no empieza con él. Ha sido un largo recorrido, los dos grandes partidos han colocado tramos de la vía, y con Zapatero nos acercamos, como en otros asuntos, a la estación-término y terminal.

Pero la cuestión no es el estado de salud del español. No es el idioma el que sufre o deja de sufrir marginación. La cuestión son los derechos. Los de las personas, los individuos, los ciudadanos. La madre catalana que quiere enviar a su hijo a un colegio donde se impartan asignaturas en español no está velando por el futuro de la lengua de Cervantes, sino por sus derechos y por el futuro de su hijo. Igual que los padres gallegos, vascos y de otras regiones que han sido despojados de tales derechos en nombre del presunto derecho de unas lenguas que se utilizan como herramientas de poder. Las castas dirigentes autonómicas, allí donde han podido, se han atrincherado tras el fetiche del idioma y con ellas, la tropa de presupuestívoros que, de otro modo, estarían como los zapateristas echados a la rue: sin oficio y, sobre todo, sin beneficio. Y para el nacionalismo es un arma. El arma. La viga maestra de la fantasmagoría de sus naciones lingüísticamente puras. El idioma como sustitutivo de la etnia.

Tal mejunje de intereses y de doctrinas retrógradas nos ha conducido aquí: a que en este momento, el mejor que vive el idioma español en toda su historia –según el titular de Cultura– el único derecho que todavía se respeta es el de aprenderlo a través de la televisión. Así nos va.

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