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Cristina Losada

El optimismo de los eunucos

Mesquida y el Gobierno que lo nombró tienen las tragaderas de una ballena. Y pretenden que las tengamos los demás.

A los primeros tiempos del gobierno de Zapatero les cuadraba, con algún que otro matiz, una expresión que Pío Baroja dedicaba, en uno de sus libros, a los próceres de la Institución Libre de Enseñanza. "En un país como España, decía el novelista, creo que vale más que haya descontentos que no señoritos correctísimos que vayan al laboratorio con una blusa muy limpia, hablen del Greco y de Cézanne, de la Novena Sinfonía, y no protesten, porque detrás de esta corrección se adivina el optimismo de los eunucos". No es que ZP y su equipo fueran tan correctos, y menos aún ilustrados, como los buenos profesores krausistas, pero se sostenían sobre un andamiaje de buenas palabras y buenos sentimientos, de apelaciones y lemas en los que resonaban los ecos, bien que vulgarizados y deteriorados, de aquellos "progresistas" del XIX que creían en la armonía universal. Claro que también se percibían los huecos. Las oquedades a las que aludía Baroja y otras más.

Aquella ola de optimismo, que llegó a adjetivarse de "antropológico", y creo que lo hizo el propio Zapatero, alcanzaría su culminación en la fórmula de la Paz que iba a conseguirse con la ETA. Con esos mimbres, se escribió el folletín de las Grandes Esperanzas, que fue distribuyéndose por entregas a lo largo de los meses, tanto antes como después del momento iniciático en que se anunció un extraño "alto el fuego permanente". Que la ETA declarara treguas cuando se encontraba débil, no era raro, pero sí que lo hiciera de consuno con el Gobierno de la Nación. Y ello no arrojaba dato alguno para sustentar el optimismo, sino todo lo contrario. Permitía sospechar que, además de estar débil la ETA, también el Gobierno había mostrado debilidad. Los hechos fueron confirmando la primera impresión. El entorno terrorista se convertiría en protagonista de la historia, o sea, se fortalecería. Y el Gobierno se vería reducido al papel del que va tapando como puede las pruebas que contradicen el idílico cuadro que ha pintado.

Los zulos de Navidad, mejor dicho, la reacción gubernamental a su descubrimiento, ejemplifica el paso de aquel derrame de almíbar y parabienes al suministro de engaños y embaucamientos; en suma, de aquel optimismo de los eunucos a este disimulo de la impotencia, que es la fase en la que se halla el gobierno desde que la palabrería buenista se ve confrontada por los malos acontecimientos. A Mesquida le ha tocado, esta vez, manejar la batuta del oficio de tinieblas consistente en negar la evidencia. No es que no tengan práctica ni que carezcamos sus espectadores de la costumbre de oírles tales desafíos, pero siempre asombra su imperturbable capacidad para encauzar la realidad por el embudo de sus deseos. ¿Cientos de armas robadas? ¿Miles de kilos de explosivos sustraídos? ¿Sinfín de coches y matrículas hurtados? ¿Un zulo en Vizcaya con sesenta kilos de material para fabricar bombas? Hagan la lista todo lo larga que quieran, que Mesquida y el Gobierno que lo nombró tienen las tragaderas de una ballena. Y pretenden que las tengamos los demás. Es decir, que aceptemos que el acopio de armas no significa que ETA se rearma y que la existencia de un zulo en Vizcaya demuestra que no hay nadie, pero nadie, por allí que se esté preparando para atentar. Sólo los eunucos bien adoctrinados, que los hay, pueden llegar a creer que la guerra es la paz.

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