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Cristina Losada

El peor enemigo de Zapatero

En un rasgo de generosidad de los suyos, ZP anuncia que no le pedirá al PP que rectifique y se arrastre por el suelo.

Tras las renovadas amenazas de un puñado de terroristas, un Gobierno simplemente normal dedicaría el grueso de su discurso político, amén de su capacidad policial y judicial, a clausurar todos los espacios de libertad que les ha cedido a ellos en detrimento de sus víctimas y de los demócratas, a perseguirles, y a dejarles claro, en fin, aquello que escribió el Dante: lasciate ogni speranza. Porque esperanza les insufló. Y ello, tanto a los pistoleros como a sus cómplices, partidarios, mucamos y recogemendrugos varios. Sin embargo, Zapatero y sus afines, los mismos que le aplaudían el proceso de paz hasta reventarse los callos de que carecen –en las manos, que la cara es otro asunto– han decidido aplicarse a otras tareas, que se les antojan más urgentes para su supervivencia política que combatir a la ETA.

Todo su afán se dirige a eludir su responsabilidad por un proceso que sólo ha servido para fortalecer al entramado terrorista, una evasión que ejecutan tras el agrietado escudo de la unidad de los demócratas y tras las faldas de Aznar, que manda carallo, como se dice en mi pueblo. A culpar de esa falta de unidad a cuantos se rebelaron contra su estrategia de alimentar las expectativas de la ETA mediante cesiones y promesas. Y a deslizar, de nuevo, la tóxica especie de que sin esa resistencia hubiéramos celebrado un final feliz. Claro. Con claudicar, el final del terrorismo está al alcance de cualquiera. En un rasgo de generosidad de los suyos, ZP anuncia que no le pedirá al PP que rectifique y se arrastre por el suelo. Una nueva prueba de la ingenuidad que supone creer que el presidente ha patinado por exceso de voluntarismo e inocencia y que aún puede, él, rectificar. Sea como fuere, las buenas intenciones no eximen a nadie, y menos al jefe de un Gobierno, de responsabilidad. Y ésta ha de exigírsele a quien tomó decisiones que dejan un paisaje devastado del que emergen unos terroristas crecidos y un nacionalismo piafante. Un cuadro que habría de colgarse en alguna pared con el título Los desastres de la paz. O por qué no hay que intentarlo.

El mensaje de la cúpula socialista y los nacionalistas, en permanente y laica comunión en este y otros negocios, reza así: la ETA se equivoca, vale, y mira que cualquiera yerra; pero el PP, las víctimas y los grupos cívicos, los que alertaron de la debacle y se opusieron a enterrar la libertad y la Constitución para disfrute de terroristas y asociados, y perpetuación de Zapatero en el poder, son los peores malos de esta historia. Que es una historia a la que sus autores se niegan a escribirle el final, y que ha de estar, más que en puntos suspensivos, en un discreto punto y seguido. Y se niegan por la misma razón por la que le dieron cuerpo. Su opción para acabar con el terrorismo no es otra que la negociada. Si hasta ahora diversos gobiernos españoles trabaron contactos con ETA por un pragmatismo errado, con Zapatero la anécdota se eleva a categoría; más aún, a ideología. Lo acaba de repetir: el telón caerá cuando abandonen las armas. Un momento que habrá que esperar sentados. Sentados a la misma mesa, por supuesto. No extraña que ZP tenga a los nacionalistas encantados. Siempre lo dijeron: no hay otra solución a un conflicto político que dialogar y cambiar cromos. Lo que dice ETA.

El hostigamiento a los que repudian esa vía tan costosa como ciega no es sólo un recurso de ZP y sus cuates para salir del apuro una vez que se les ha disipado el espejismo. Todo el "proceso de paz" se funda en dicha hostilidad. En la idea de que el enemigo no es tanto ETA, un accidente o anomalía a solventar de mesa en mesa, sino los defensores de la nación y la Constitución que dificultan el arreglo de ese y otros embrollos. Un enemigo que lleva el nombre del PP en la medida en que representa un peligro para el poder de la alianza que han sellado los dirigentes socialistas y los nacionalismos. Y el caso es que a lomos de ese caballo desbocado de pasiones anti-España y anti-derecha, Zapatero sigue sin percatarse de lo esencial: que su principal enemigo es él mismo. Y, por ende, también del Partido Socialista.

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