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Cristina Losada

Error es con erre que erre

Un Gobierno no puede intentar ahorrarse críticas cuando la consecuencia es que la población corra más riesgos.

Un Gobierno no puede intentar ahorrarse críticas cuando la consecuencia es que la población corra más riesgos.
Pedro Sánchez, haciendo un uso indebido y peligroso de la mascarilla | EFE

Circula la pregunta, así como ingenuamente, de para qué sirve que el Gobierno reconozca que cometió errores, si lo importante siempre es otra cosa. Estamos ante una pregunta con respuesta incorporada, de modo que no estamos ante una pregunta. Pero tiene interés porque sitúa el reconocimiento de errores en el plano equivocado. En el del arrepentimiento del pecador, digamos. El de la confesión arrancada. En términos menos trascendentes, es el plano del patio de colegio, donde los niños que se pelean le exigen al que ha sido derribado que se rinda, porque si no le siguen pegando. Así es como se ve el reconocimiento de errores desde la pregunta aquélla. Como un acto de rendición que nada aporta al sucesivo management de la crisis. Como un mea culpa cuyo único subproducto es la satisfacción de los que pedían que, de una vez, se entonara.

El espíritu de aquella escena infantil se encuentra, muchas veces, en la batalla política. La utilidad de reconocer errores suele estar fuera de sus parámetros. De lo que se trata, entonces, es de un pulso entre un Gobierno, principal agente del error, y una oposición que sólo busca apuntarse un tanto político. Cuando Gobierno y oposición se congelan en esas posiciones, de ahí no sale nada útil. Pero el reconocimiento de errores interesa precisamente porque es útil. Al contrario de lo que implica la pregunta que circula, sirve y mucho. Sirve para no cometer más. Un error no reconocido provoca una cadena de errores.

Un caso: la recomendación sobre el uso de mascarillas. El Gobierno recomendó no usarlas. Dijo y repitió que no tenían sentido, salvo para los afectados con síntomas y el personal sanitario. Cierto, siguió las instrucciones de la OMS, pero otros países no las siguieron o después cambiaron de opinión. Cambiaron ante la evidencia creciente de que el virus lo pueden transmitir personas asintomáticas. Si esas personas llevaran mascarilla, no lo propagarían tanto. En la práctica significa que todo el mundo debe llevarlas, puesto que no hay manera de localizar a todos los asintomáticos. Aunque el confinamiento reduce los contactos con otras personas, no los suprime totalmente ni puede. Muchos tienen que seguir saliendo para comprar alimentos, medicinas y otros productos o porque trabajan en servicios esenciales.

Tal vez estemos a dos telediarios de que el Gobierno cambie su recomendación. Acaba de cambiarla el Centro Europeo para la Prevención y Control de Enfermedades, y con ello tiene el pretexto y la protección política para salir de su error sin reconocerlo. Pero lo hará después de haber pasado semanas sin querer aconsejar una medida relativamente eficaz para la contención de la epidemia. Ese retraso ha sido letal. Literalmente. Los del no se podía saber lo achacarán a que tampoco se podía saber que las mascarillas eran útiles. Claro, por eso en Asia, desde el minuto uno, las llevaban todos, por inútiles. Otros se ampararán en la OMS, pero no es obligatorio seguir sus consejos. En cuanto al argumento de la escasez, la mejor réplica es ver al cirujano general de Estados Unidos, el general Jerome Adams, explicando en un vídeo cómo hacer una mascarilla casera con una camiseta y dos gomas. La escasez no es argumento. La escasez no justifica que se hurte a los ciudadanos la información de que conviene que se tapen nariz y boca cuando van a coincidir con otros en la compra o donde sea. También en Corea del Sur hubo falta de mascarillas, y no dejaron de recomendarlas. El Gobierno, sí, fue duramente criticado por su imprevisión. Un Gobierno no puede intentar ahorrarse críticas cuando la consecuencia es que la población corra más riesgos.

Hay otra explicación para el retraso. Es habitual en la praxis política gubernamental que, una vez cometido un error, se vuelva prioritario taparlo. Por tapar un error, se cometen otros. Funciona igual con la mentira: se hacen necesarias nuevas mentiras para cubrir la primera. Al no reconocer el error inicial de negar la utilidad de las mascarillas para la población en general, el Gobierno ha retrasado el momento de aceptar su utilidad y recomendar su uso general. Aún no sabemos hasta cuándo. Por suerte, muchos ciudadanos han desoído el consejo gubernamental. Señal de que ya está ahí otro efecto seguro de no apearse rápido de los errores: la pérdida de confianza y credibilidad.

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