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Cristina Losada

Golpistas y sediciosos

Entre el 1 de octubre y el discurso del Rey, la balanza, la de la política, pudo inclinarse hacia el triunfo del golpe.

Entre el 1 de octubre y el discurso del Rey, la balanza, la de la política, pudo inclinarse hacia el triunfo del golpe.
EFE

Se ha corrido la voz de que a partir de la sentencia del Supremo ya no puede nadie llamar "golpistas" a los que intentaron dar un golpe de Estado en Cataluña en el otoño de 2017. No se sabe de dónde viene la voz que dicta esta proscripción, pero se están apuntando a ella todos los que predicaron que era muy malo llevar ante la Justicia a los organizadores de la intentona del 1-O, porque lo que hay que hacer es buscar "soluciones políticas". Una solución política que pasa siempre, en su caso, por exonerar a los dirigentes separatistas de la pesadísima obligación de cumplir la ley y por evitar que se les imponga cualquier condena judicial cuando la incumplen.

Dice el tópico puesto en circulación que, como no les han condenado por rebelión, queda meridianamente claro que no dieron ningún golpe. Habrá que preguntar entonces a esta buena gente, que dijo desde el principio que no era un golpe, si estaba dispuesta a reconocer que lo hubo si el Supremo hubiera visto un delito de rebelión. Porque la impresión que dieron no era esa. En absoluto. Todo lo contrario. Su opinión sobre el asunto no dependía del dictamen del tribunal. Ahora, de forma oportunista, aprovechan la sentencia para apuntalar su tesis.

La sentencia, sin embargo, no hace tal cosa ni la puede hacer. Por una razón: el golpe de Estado no es una figura jurídica. No está en el Código Penal. No aparece tampoco cuando define el delito de rebelión. Pensar que un intento de golpe sólo existe cuando se ha condenado a sus autores por un delito de rebelión es una opinión. Nada más que una opinión. Y quienes, desde la interpretación política de los hechos, concluimos que sí hubo intento de golpe, seguiremos llamando "golpistas" a los golpistas exactamente igual que antes de la sentencia. Porque la discusión sobre la propiedad de llamar "intento de golpe" a lo que hicieron los separatistas catalanes es una discusión política. Una discusión en la que no entra, lógicamente, el tribunal.

Marchena sí se ocupa, en cambio, de establecer el parentesco entre el delito de rebelión y el de sedición. "Este Tribunal ya ha puesto de relieve la similitud entre la estructura típica de este delito [el de sedición] y el de rebelión", dice la sentencia. Y aunque no lo diga, a la vista está que la propia formulación del artículo 544 del Código Penal indica que la relación existe: "Son reos de sedición los que, sin estar comprendidos en el delito de rebelión, se alcen pública y tumultuariamente(...)". Se aplican los magistrados a hacer frente a la idea de que la sedición es un delito de relevancia menor, y la distinguen del mero desorden. "Implica conductas activas, alzamiento colectivo, vías de hecho, despliegue de resistencia", dicen. Nada que objetar ahí. El pero que hay que ponerle a la sentencia no es cuando describe la sedición y subraya la diferencia con una alteración del orden público cualquiera, sino cuando descarta la rebelión.

El peso que ha inclinado la balanza hacia la sedición está en el terreno de la opinión. No de los hechos. La sentencia considera acreditada la violencia a lo largo del proceso de secesión. Pero no cree que fuera una violencia "instrumental, funcional, preordenada de forma directa, sin pasos intermedios, a los fines que animan la acción de los rebeldes". Y cuando rechaza que la violencia fuera funcional se refiere a "la absoluta insuficiencia" de los actos de los separatistas para imponer la independencia y la derogación de la Constitución. O a que "los alzados no disponían de los más elementales medios para (...) doblegar al Estado".

Más aún, cree el tribunal que la finalidad del proyecto de los acusados no era conseguir lo que decían que querían –sabían que era imposible, según la Sala–, sino "convencer a un tercero, el Gobierno democrático de España, para que negociara el modo de acceder a la independencia". Donde estamos ante el peso determinante que ha inclinado la balanza. Los dirigentes separatistas no tenían "una verdadera voluntad de dar eficacia al resultado del tumultuario referéndum". Como dejó patente, dicen, aquella suspensión de la declaración de independencia que anunció Puigdemont, provocando la estupefacción de su público.

La versión del Supremo sobre el 1-O es que los dirigentes separatistas engañaron a unos ingenuos seguidores, haciéndoles creer que iban a proclamar una bonita república, cuando en realidad sólo querían movilizarlos para así presionar al Gobierno de España a sentarse a negociar la independencia de Cataluña. Es una versión, sin duda. Pero una versión alejada de lo que vieron y vivieron aquellos primeros días de octubre tantos españoles. Porque entre el 1 de octubre y el discurso del Rey, la balanza, la de la política, pudo inclinarse hacia el triunfo del golpe. Eso fue así. Y lo seguiremos viendo de esa manera, por más que la sentencia nos cuente que aquello fue de farol, como dijo la otra. Los faroles, a veces, salen.

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