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Cristina Losada

La falsa guerra separatista

El estrépito del alboroto tiende a silenciar lo principal. Y lo principal es que Torra sigue en la presidencia. Y seguirá.

El estrépito del alboroto tiende a silenciar lo principal. Y lo principal es que Torra sigue en la presidencia. Y seguirá.
Quim Torra | EFE

La Mesa del Parlamento catalán ha decidido cumplir la ley, y esto de por sí es noticia. Había, ciertamente, poderosas razones para obedecer el mandato de la Junta Electoral y retirarle el acta de diputado al presidente Torra. No sólo porque el Supremo había rechazado la suspensión cautelar de una medida a la que obligaba, siguiendo la Loreg, la sentencia del TSJC por desobediencia. No sólo porque mantenerlo como diputado hubiera dado pie a invalidar votaciones en las que participara Torra. Resulta que había también un importante incentivo o, mejor, un potente elemento disuasorio, que es el representado por la trayectoria judicial de aquellos miembros de la Mesa que incumplieron la ley en el otoño de 2017. Y resulta, por lo demás, que el actual presidente del Parlamento no quiere ser, ni por aproximación, la nueva Carme Forcadell.

La bronca de Torra y los suyos a raíz de que se le quitara formalmente el acta fue muy vistosa. No faltaron tampoco los simulacros de protestas delante de la Cámara por esta enésima acción represiva del Estado. Del Estado y, hay que añadir, de la Esquerra, porque sin la asistencia de la Esquerra la usurpación del acta de Torra no se hubiera llevado a término. Pero el estrépito del alboroto tiende a silenciar lo principal. Lo principal es que Torra sigue en la presidencia. Y seguirá. Seguirá como presidente de la Generalidad hasta que la sentencia que lo condenó sea firme. Podrá ampararse en que el estatuto de autonomía estipula que hace falta sentencia firme para la inhabilitación del presidente. Al menos, mientras no se resuelva, si se resuelve, qué norma puede más, si ese precepto del Estatuto o el artículo de la Loreg, reformado en tiempos de Zapatero.

El episodio contiene los ingredientes básicos de la drôle de guerre (guerra falsa) que van a librar las dos grandes facciones separatistas. Visto desde la galería, vuelan de un lado a otro los proyectiles verbales y las hostilidades parecen a punto de estallar, en todo su esplendor destructivo. Se tiene la impresión de que hay pelea a muerte y que los extremistas son los de Torra y los republicanos, los moderados. Hasta se puede decir –¡se dirá!– que la Esquerra, tal como se las prometían los socialistas, ha dado otro paso que demuestra su abandono de la algarada insurreccional y su voluntad de acatar la legalidad, aun a regañadientes.

La beligerancia llama la atención y llama a los focos, sí, pero lo esencial es que Torra continuará presidiendo la Generalidad. Con el apoyo de la Esquerra. Y ello a pesar de que el estatuto pone como condición que el presidente ha de ser diputado. Artículo que introdujo Pujol para evitar que la Esquerra lo traicionara –esta guerra no es de hoy– y, en concreto, para impedir que Tarradellas, que no tenía escaño, pudiera ser presidente después de las primeras elecciones autonómicas.

Claro que compiten las facciones separatistas. Claro que tienen que exhibir diferencias. Pero el quid de la cuestión es que no lo pueden hacer a cara descubierta. No pueden enfrentarse en una batalla campal. De hacerlo así, perderían el capital político amasado bajo la bandera –falsa, como todas las suyas– de la unidad separatista. Destruirían el decorado del homogéneo movimiento nacional y con él, la ficción del un sol poble. Y hay que suponer que ese riesgo no lo querrán correr. La división de los separatistas la han deseado, anhelado y promovido los últimos Gobiernos de España, desde el de Rajoy hasta el de Sánchez, con la esperanza de que sus disensiones desactivaran el desafío. Con la esperanza, en fin, de que la lucha intestina les ahorrara encarar aquel desafío frontalmente. Bien. Tal esperanza se demostró quimérica en 2017. Y, por más que arrecie la drôle de guerre, se volverá a demostrar.

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