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Cristina Losada

La guerra del callejero

Es el escenario ideal para los que juegan en los extremos.

Es el escenario ideal para los que juegan en los extremos.
EFE

No jugué nunca al Monopoly porque en los sesenta aquí se llamaba Palé. Jugábamos sobre el callejero del centro de Madrid, y a mí me intrigaba mucho la calle Leganitos. Por el nombre. ¿Cómo podía una calle llamarse así? Pues se llamaba y, además, ¡oh!, resultó que en ella vivía Massiel, la primera española que ganó el festival de Eurovisión. Para la chavalada de entonces Eurovisión era lo máximo, aunque enseguida nos pasamos a los Beatles. Al menos, evolucionamos. No se puede decir lo mismo del juego que se desarrolla ahora en el callejero madrileño, que tampoco es tan inocente como el Palé, aunque en el Palé íbamos a muerte, como es propio de los juegos infantiles.

En el callejero de Madrid se está jugando a la guerra civil, y aunque hay algo infantil, mejor dicho, inmaduro, en los que han decidido que el juego sea ése, es innegable que sus promotores, la gente de Ahora Madrid, lo hacen por convicción política. Una ignora si la mayoría de sus votantes tenía entre sus expectativas y prioridades la purga del callejero de la ciudad para despojarlo de vestigios relacionados con el franquismo, pero es lo que hay. Y dado que los vestigios franquistas son una categoría chicle que tanto puede incluir al general Aranda como al escritor Josep Pla o al inventor Juan de la Cierva, tampoco se ponen de acuerdo los impulsores sobre el alcance de estos cambios de placa que tanto han estimulado siempre a la acción en la historia de nuestro país. Cambiar nombres de calles, hay que reconocer, es más fácil y rápido que cambiar otras cosas.

De paso, el asuntillo tiene la virtud de recrear los bandos. Los de la guerra, que para eso están: para reaparecer una y otra vez, no importa cuánto tiempo haya pasado de aquello. El que se oponga a la purga será un criptofranquista, y así se consigue, por ejemplo, que el Partido Popular, generalmente reacio a tales empresas, quede retratado como heredero de los golpistas del 36, los asesinos de García Lorca, el Movimiento Nacional y la dictadura represiva. Básicamente por eso, para descubrir las filiaciones franquistas ocultas, se hacen estas cosas con mucha alharaca publicitaria, en lugar de hacerlas con la normalidad administrativa con la que se cambian, por ejemplo, las bombillas fundidas de las farolas. Y cuanto más se indigne eso que llaman la caverna, más probará que es la caverna. Lo dicho, los bandos, los frentes, quedan así perfectamente delineados. Es el escenario ideal para los que juegan en los extremos.

Se achaca a Zapatero todo este revival de los bandos de la guerra, y la asombrosa eclosión de tanto antifranquista sobrevenido, pero el expresidente socialista se limitó a recoger algo que se estaba cocinando en un sector de la izquierda española desde hacía algún tiempo: una revisión de las posiciones reconciliadoras que prevalecieron en la Transición y de la Transición misma. Al punto que, como decía Felix Ovejero aquí, se afirma "la existencia de importantes continuidades entre la dictadura y el Régimen del 78, por utilizar una expresión de cierto tráfico". De continuidades, en fin, entre la dictadura y la democracia, que invalidarían o deslegitimarían, por tanto, la democracia constituida en 1978. Si la pervivencia en el callejero de algunos nombres relacionados con el franquismo se eleva a asunto de gran calado político, a materia trascendental que exige informes, votaciones y discusiones, y que produce titulares, es también por eso: para que esos restos olvidados sirvan de prueba de que aquellas continuidades existen, y de que aún queda por librar la batalla final de la lucha antifranquista. Una batalla, y esta es la parte cómica y esperpéntica, entre quienes no fueron antifranquistas y quienes no fueron franquistas.

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