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Cristina Losada

La guerra es tabú

Si Bush decía "guerra", era guerra –y una que merecía los peores adjetivos–, pero si es Obama quien emplea el término, entonces, como corresponde a un gran líder progresista hermanado con el nuestro, "guerra" significa misión de paz.

La primera ocasión que el Gobierno concedía al Congreso para debatir sobre la guerra en Afganistán se ha perdido en gansadas, como suele pasar. Entre ellas, ha brillado especialmente la imitación de Humpty Dumpty que nos obsequiaba el portavoz del partido gubernamental. Alonso, doctor en lenguas, sostuvo que cuando un anglosajón pronuncia la palabra "guerra", no debemos de pensar que habla de una guerra de verdad. Depende. Y depende, en corto y por derecho, de lo que nuestros socialistas tengan a bien interpretar. Por ejemplo, si Bush decía "guerra", era guerra –y una que merecía los peores adjetivos–, pero si es Obama quien emplea el término, entonces, como corresponde a un gran líder progresista hermanado con el nuestro, "guerra" significa misión de paz. Para saber si una guerra es una guerra basta fijarse en quiénes gobiernan y envían las tropas. Pues la cuestión no es, como pensaba la pequeña y anglosajona Alicia, "si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes". La cuestión es saber quién manda.

Aquí, mande quién mande, no se quiere reconocer de ningún modo que España participa en una guerra. Los de Ferraz recurren al eufemismo a fin de evitar que se identifique como operación bélica la que se desarrolla en Afganistán y hasta ocultan, cuanto pueden, que es la OTAN la que lleva las riendas. Pero los de Génova portan en su historial aquella "zona hortofrutícola" de Irak que describió Trillo en sus tiempos, además de la renuncia a explicar por qué nuestro país debía de apoyar la intervención contra Saddam. Ni el PP antes, ni el PSOE ahora, están dispuestos a enfrentarse a una mentalidad dominante en la sociedad. No se desea oír siquiera la palabra "guerra" y por eso los políticos no la pronuncian, salvo que puedan utilizarla en cortoplacistas juegos de oposición, como el de Zapatero contra Aznar.

Hay quien llama pacifismo a ese rechazo absoluto, suceda lo que suceda, al uso de la fuerza, pero ante todo se trata de una huida de la realidad. Las democracias no libran una guerra contra el terrorismo islámico por gusto, sino por necesidad. En lugar de formar e informar a la opinión pública para que acepte los sacrificios que entraña esa guerra, los dos grandes partidos se enzarzan en lo trivial. Ahora, Zapatero ha de protegerse, tras barreras semánticas, de los sentimientos que tanto contribuyó a sembrar.

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