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Cristina Losada

La izquierda catalana descubre el supremacismo

No, Rabell y Coscubiela, no empieza a manifestarse un nacionalismo supremacista. Continúa. Cosa distinta es que no quisierais verlo.

No, Rabell y Coscubiela, no empieza a manifestarse un nacionalismo supremacista. Continúa. Cosa distinta es que no quisierais verlo.

Fue por Reyes. Levantó la liebre un artículo titulado "Étnico", en el digital de José Antich, anterior director de La Vanguardia. Lluís Rabell, que fue diputado en el Parlamento catalán por la extinta coalición Catalunya Sí que es Pot, reaccionó en Twitter con este mensaje:

Joan Coscubiela, un veterano de Iniciativa per Catalunya, que fue diputado por la misma coalición, puso una advertencia similar:

No sé si tirar de refrán. ¿Nunca es tarde? ¿A buenas horas? ¿O simplemente "por fin"? Un "por fin" con cautela, pues los dos son ya ex. Mejor, doble cautela, porque ven venir algo que no va a venir: nunca se ha ido. Las posiciones que describía Rabell nos suenan, claro que nos suenan, pero el sonido no nos lleva tan lejos como sugería: nos suenan de siempre del nacionalismo catalán. Tampoco tenemos que esperar a que el estancamiento y la frustración traigan el ascenso de un nacionalismo supremacista, como decía Coscubiela: ese nacionalismo supremacista ya existía. Cosa distinta es que enmascarara esa condición suya, y que parte de la izquierda catalana prefiriera no quitarle la máscara, sino ayudar a mantenerla.

Los primeros vagidos del nacionalismo catalán se acompasaron a una doctrina según la cual en España no se habían fundido las diversas razas que la poblaban. Es Valentí Almirall, a finales del XIX, quien legitima su ruptura con el federalismo de Pi y Margall en una supuesta diferenciación racial y abre el camino por el que transitarán otros padres del catalanismo político. Cosas decimonónicas, podrá decirse, pero el afán de diferenciación en clave etnicista y la afirmación de superioridad no finalizarán con el siglo y alcanzarán un punto de histeria cuando las primeras oleadas migratorias españolas.

"Si Cataluña tuviera fronteras, la presión de fuera llegaría a romperlas y produciría una invasión violenta. Como no tiene, la invasión pacífica tiene lugar cada día y un ejército forastero de 20.000 a 25.000 hombres viene cada año a aumentar el contingente ajeno", escribía Josep Antoni Vandellós, uno de los científicos sociales catalanes más importantes de la época, en su libro Catalunya, poble decadent, de 1935. Vandellós tratará de resolver la contradicción entre la necesidad puramente económica de contar con ese "ejército forastero" y la amenaza que la "invasión" representa para "la continuidad de la población catalana con las características que la han diferenciado de las demás y nos han proporcionado una historia y una cultura que no hemos de dejar que se pierda". En esencia, ese el problema agónico –problema para los nacionalistas, hay que remarcar– que el nacionalismo catalán tratará de resolver hasta nuestros días.

Teníamos un nacionalismo que creía que su "pueblo" estaba en peligro de desaparecer a causa de la llegada de gentes de otros lugares del mismo país. Teníamos un nacionalismo que creía que los rasgos singulares de su "pueblo", un pueblo mejor que otros, se iban a perder por el peso demográfico de los que venían de Almería, Murcia, Lugo o Cádiz. Teníamos y tenemos. El envoltorio cambió. La retórica se adaptó. Desaparecieron términos tabú como raza e incluso consiguió, ese nacionalismo, que fuera tabú decir que tenía un esqueleto etnicista en el armario. Las soluciones al viejo problema se reformularon en un lenguaje aceptable, como la integración: tan dulce y melosa en apariencia, tan generosa ella, que hubo una izquierda que compró el caramelo y lo llamó progresista.

En 1982, el historiador Josep Termes, que fue del PSUC bajo la dictadura franquista, dijo en una conferencia auspiciada por la Generalitat de Pujol:

Con la inmigración, Cataluña ha escogido un camino sin retorno. No hay otra salida que la lucha por la integración de ésta. (...) Es necesario, pues, obligadamente, trabajar por la integración de los emigrantes que, por otra parte, tanto han contribuido al crecimiento de Cataluña y que muchos de ellos –y de sus hijos– quieren más que algunos catalanes, y con más sufrimiento y abnegación. Ésta es la vía y no hay otra. O se produce la integración, o Cataluña se desnacionaliza en una generación. (...) O se combate por la integración y la supervivencia de una Cataluña nacional, o se forma parte del ejército imperial de ocupación.

O se "integran" –se "nacionalizan", se convierten en nacionalistas– o forman parte del "ejército imperial de ocupación". Las paranoias del XIX llegaron a finales del XX. Siguen intactas. No, Rabell y Coscubiela, no empieza a manifestarse un nacionalismo supremacista. Continúa. Cosa distinta es que no quisierais verlo.

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