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Cristina Losada

Las calles no son suyas

La gran manifestación contra el golpe del 1-O que se hizo en Barcelona aquel día demostró vívidamente que el separatismo no era Cataluña, que Cataluña no era suya.

La gran manifestación contra el golpe del 1-O que se hizo en Barcelona aquel día demostró vívidamente que el separatismo no era Cataluña, que Cataluña no era suya.
EFE

Ya se está hinchando el globo de la reacción. La reacción a la sentencia del Supremo sobre el golpe separatista del 1-O. Tal como lo están poniendo, va a ser lo nunca visto, el acabóse y el mundo en vilo a la espera de las represalias. Y no sólo andan en ello los muecines habituales, desde el presidente autonómico hasta ciertas organizaciones pantalla que llaman a movilizarse provistos de transistor, calzado cómodo y víveres, que más que el equipamiento para la guerrilla urbana parecen los pertrechos del típico dominguero.

Hinchan el globo los muy anunciados preparativos del Ministerio del Interior para hacer frente a lo que ya denomina "disturbios". Hay reuniones multilaterales como si estuvieran planificando la seguridad de una cumbre del G-7 y hay envío de refuerzos, pero, y esta es la cuestión, resulta que al mismo tiempo depositan plena confianza en la actuación de los Mossos. Unos Mossos cuyos mandos han protagonizado el primer disturbio en Barcelona al marcharse del acto de la patrona de la Guardia Civil de manera descortés e injustificada. Un gesto de protesta político para dejar claro a quién le son fieles: a los dirigentes separatistas procesados y a Trapero, el que puso la policía autonómica al servicio del referéndum ilegal.

El espectro del gigante separatista movilizado en las calles se alza de nuevo y, ocurra lo que ocurra, se presentará como una nueva demostración de su fuerza imbatible y otra prueba de la necesidad de plegarse a alguna de sus demandas. No a todas las movilizaciones en la calle se les confiere ese poder. Ha habido muchas a las que no se les hizo el menor caso. Pero cuando el independentismo saca sus coreografías de masas o monta sus disturbios, se multiplican las sinuosas llamadas al diálogo, porque, claro, son tantos, tantísimos que no se les puede dar la espalda ni se les puede responder con la ley.

Por eso el 8 de octubre de 2017 fue importante. La gran manifestación contra el golpe del 1-O que se hizo en Barcelona aquel día demostró vívidamente que el separatismo no era Cataluña, que Cataluña no era suya y que las calles, al contrario de lo que gritaban los partidarios del golpe, tampoco eran suyas. Así lo hicieron saber los cientos de miles de manifestantes, y lo hicieron sin coreografías ensayadas, sin gran organización, pero intensamente movidos por lo crítico y angustioso del momento. No hacía falta, en realidad, demostrar todo aquello. Era evidente. Pero hay ocasiones en que la verdad se ha sepultado bajo tal cantidad de escombro que hay que pugnar por sacarla a la luz.

Como otras personas de otros lugares de España, yo estuve allí. De un día para el otro, decidí irme a Barcelona para participar en un acto de cuya capacidad de convocatoria nadie se aventuraba a hacer cálculos. Daba igual. Había que estar. Nos concernía, porque el golpe del 1-O era un golpe contra todos. Y las calles de Barcelona son nuestras. También. Fue sintomático que cuando dije, en las redes sociales, que acababa de llegar después de catorce horas y pico de tren, muchos independentistas me respondieran que muy bien, vale, que me daban su plácet, pero que luego no se dijera que los manifestantes eran catalanes. Tenían tan arraigado en la mente que Cataluña eran ellos, que estaban seguros de que algo como el 8-O sólo podía nutrirse de gente de fuera. O así lo querían creer, no fuera a irse abajo todo el tinglado de la antigua farsa. Aunque el meollo del asunto no está en lo que crean las bases separatistas, sino en lo que creen o quieren creer las élites políticas españolas y sus dependientes élites intelectuales, culturales y periodísticas.

De hecho, la manifestación del 8 de octubre fue un mentís a las personalidades y personajes que habían sostenido, no siendo independentistas, la misma tesis del independentismo: España no convocaba a nadie en Cataluña; era de ilusos pensar que había allí una especie de españoles durmientes que despertarían para oponerse al separatismo; y no había nada que hacer frente a la imbatible fuerza movilizadora de aquel. Cada vez que alguna pequeña organización celebraba un acto en la calle, como ocurrió algún 12 de octubre, y asistían sólo unas miles de personas, confirmaban aquella percepción y trataban de imbéciles a los convocantes. Pero los que percibían mal –ahorremos lo de imbéciles– eran los que sólo medían la fuerza del independentismo por su fuerza en la calle. E inferían la debilidad de sus oponentes de la escasez de sus manifestaciones.

El error de tomar la fuerza en la calle como única medida no es sólo un error. Porque no es error cuando es deliberado. Pero se volverá a cometer ahora –el error y lo que no es error– con la reacción a la sentencia, cuando se pretenda, otra vez, que las calles y la fuerza son suyas. Habrá que recordar a los errados dos cosas. Una, el 8 de octubre. Otra, la principal, que el ciudadano que respeta la ley no tiene por qué salir a la calle para defender que la ley se respete. Para eso existen un Estado y unas instituciones. Para que hagan respetar la ley y las sentencias. Para que lo hagan, ahora, salgan cuantos salgan y salgan como salgan a bramar contra la sentencia.

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