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Cristina Losada

Las mujeres que no sonríen en los debates

Las mujeres que no sonríen en los debates lo tienen mal. Una política que va a un debate en plan 'killer' es que no gusta. Siempre que sea de derechas.

Las mujeres que no sonríen en los debates lo tienen mal. Una política que va a un debate en plan killer es que no gusta. Siempre que sea de derechas. Al progresismo del dogma no le gusta la derecha, para empezar, pero si a lo derechista se le une el hecho de ser mujer, la exigencia es que, cuando menos, se comporte como una mujer de derechas. Que sólo vaya armada con una desarmante simpatía. Que sólo enseñe los dientes para sonreír. Una política de derechas, que es cualquier política que no sea de izquierdas, no puede ir a un debate como un hombre, no puede ir con el cuchillo entre los dientes. Eso no se ha visto nunca aquí, y se lo harán pagar.

En la política española hay mujeres desde hace mucho tiempo, pero en los debates electorales importantes, los de primeras espadas, ha habido pocas. De modo que el debate a seis de RTVE, con cuatro mujeres, cuatro, era una prueba del algodón. Yo estaba esperando que se metieran con el vestuario. O el pelo o el maquillaje. Pero ya saben que eso canta mucho. Algo hubo, no obstante. Un político de traje oscuro es un político de traje oscuro que lleva una corbata absurda. En cambio, una política vestida de oscuro es, ¡tate!, como de funeral. Aunque no por el vestido, conste, sino por la actitud. Es de cajón de pino: si tus intervenciones son poco sonrientes, cualquier color que te pongas es tétrico sin más.

Una política de las derechas a la que le falta la sonrisa en los debates no es una política seria, sino una política enfadada. Una mujer enfadada no vende un clavel. La política electoral es el arte de seducir para ganar el voto por tu cara bonita. Una mujer de las derechas tenía que estar ahí en su salsa, que es la de cautivar. Cautivar con las armas de mujer. Si hace prisioneros, que sea con sonrisas y mohines, nunca con el ceño. Las mujeres de las izquierdas pueden –y deben– ser de gesto adusto, porque la izquierda tiene que estar perpetuamente indignada con el estado de cosas y tal. Pero las mujeres de derechas que van de agresivas, las que no hacen prisioneros, son insolentes arpías. Si la derecha crispa por ser la derecha, una mujer de derechas enfadada y agresiva es la crispación más intolerable.

Aún hay algo más insoportable: la superioridad. La superioridad moral, como es sabido, la tiene la izquierda en exclusiva, pero se olvida, y es que la tiene descuidada, que también le pertenece la superioridad intelectual. Una política de derechas que se muestre superior en algo, especialmente en lo intelectual, es una intrusa en propiedad ajena. Ningún político, en realidad, se puede permitir hoy abrumar al respetable con alguna cualidad intelectual por encima de la media. Pero si el político es mujer y no es de izquierdas, que se le vea el plumero intelectual es fatal de necesidad. La exigencia progresista es menos darse aires y más humildad, que hay que hacerse perdonar. El consejo general coincide en parte: al pueblo hay que hablarle con el corazón en la mano, no con el cerebro, y si eres mujer, ¿adónde vas con conceptos abstractos y razonamientos abstrusos? Mejor deja lo racional para la intimidad.

Aquí teníamos un sistema en equilibrio. La derecha estaba muy bien como estaba, con su pequeño gran complejo a cuestas, con su conciencia de que, en el fondo, no es buena y con su punto de arrepentimiento por ser como es, porque el mundo la ha hecho así. Sus mujeres metidas a políticas estaban bien como estaban, con su camisita y su canesú, su toque monjil o marujil, su aspecto de repipis o empollonas y sus discursitos aburridos. Pero todo ese equilibrio cósmico lo amenazan ahora unas mujeres desacomplejadas y desinhibidas –¡a ver si se han tomado el penúltimo gin tonic!– que, sin el salvoconducto de la izquierda, se lanzan al debate serias y agresivas, sarcásticas y chulas, no haciéndose perdonar, sino perdonando ellas la vida. Estas mujeres son un auténtico y letal peligro público. Deténganlas, que están desquiciando a la clerecía progresista, tanto como desquiciaron a la grey separatista. O más.

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