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Cristina Losada

Los diosecillos políticos

El rechazo a los políticos manifestado en las encuestas revela, en realidad, que se les tiene en alta estima, exagerada. Sólo de quienes se espera mucho puede uno sentirse defraudado.

El debate sobre la subida del IVA dejó un regusto a espectáculo que languidece a fuerza de repetirse. Y la certeza de que ya no es posible en el teatro político abordar con seriedad ningún asunto de mínima enjundia. Pero si tomamos el pulso a la otra parte contratante, el panorama tampoco es mejor. Días atrás se recibía, con inquietud e íntima satisfacción, un nuevo sondeo que sitúa a los políticos como tercera preocupación de los españoles. De hecho, la segunda, pues las dos primeras, el paro y la economía, se solapan. Aunque bien pensado es la número uno, ya que el suspenso a la clase política aparece vinculado al estado catatónico de la economía y a su peor efecto, el desempleo.

¿Significa tal estado de opinión que existe una racional desconfianza hacia la capacidad de los políticos para arbitrar soluciones a la crisis? Me temo que no. Al contrario. Ese rechazo a los políticos manifestado en las encuestas revela, en realidad, que se les tiene en alta estima, exagerada. Sólo de quienes se espera mucho puede uno sentirse defraudado. Se les imagina tanto poder que o pintan como culpables de la crisis o emergen como salvadores. Y nada complacerá más al ego del hombre público que esa idea, aun su cara negativa.

Con asombro ha leído una de tiempos en los que apenas se le daba importancia a la política. No en el siglo XX, desde luego, y no en Europa. Todavía a principios de la pasada centuria, en Estados Unidos, un presidente podía formar un Gobierno con un fabricante de coches, dos banqueros, un director de hotel, un abogado, un ranchero, un ingeniero y sólo dos políticos profesionales. Por esa época, en el Viejo Continente, la política ya sustituía a la religión como principal forma de fanatismo y tendía a constituirse en única fuente de la moral. El agrandamiento del Estado vendría a conceder a los gobernantes el status de dioses omnipotentes, lugar que aún se resisten a abandonar por el rincón que les corresponde.

Hay a quienes alarma el clima de repulsa a los partidos por sus consecuencias para la legitimidad del sistema democrático. Me incluyo. Pero me alarma más la fe ciega en los poderes taumatúrgicos de la acción política, una fantasía que todos alimentan y que los socialistas agigantan. Y una que prende con facilidad allí donde la sociedad civil es débil y dócil. La pescadilla se muerde la cola. Los políticos hacen creer que ellos son "la" solución y el público, tras comprobar que no obran prodigios, los identifica como "el" problema. Más dura será la caída, Zapatero.

En Libre Mercado

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