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Cristina Losada

No gobiernan los científicos

El hábito de controlar al político y desconfiar de sus motivaciones lo tenemos arraigado. ¿Habrá que extenderlo a los científicos? Al menos, no pensemos que son infalibles.

El hábito de controlar al político y desconfiar de sus motivaciones lo tenemos arraigado. ¿Habrá que extenderlo a los científicos? Al menos, no pensemos que son infalibles.
Fernando Simón | Europa Press

Seguimos las recomendaciones de los científicos en todo momento. Lo viene diciendo el Gobierno de España desde que la epidemia alcanzó proporciones amenazantes. Lo dicen también otros Gobiernos en la misma situación. Más aún: es posible que lo hicieran y, en algunos casos, es seguro que lo hicieron. Pero guiarse en cada instante por el criterio de los científicos no constituye una patente contra el error. Son muchas las facetas del fracaso en la contención del coronavirus en muchos países, y una de esas facetas, quizá la más paradójica o contraintuitiva, es la que representan los comités científicos que asesoran a los Gobiernos.

Para hacerse una idea de lo que ha ocurrido entre bastidores en los comités científicos gubernamentales sólo disponemos, por ahora, de lo que cuenta un reportaje de la agencia Reuters sobre el caso británico: "Johnson listened to his scientists about coronavirus -but they were slow to sound the alarm" (Johnson hizo caso a sus científicos sobre el coronavirus, pero tardaron en dar la alarma). Con testimonios de científicos y actas de distintas reuniones, el reportaje apunta a que muchos de los asesores del primer ministro, a pesar de que estaban convencidos de que el impacto del virus iba a ser devastador, no transmitieron su verdadera opinión ni al público ni al propio Gabinete.

La pieza empieza con una escena significativa. El 3 de marzo, cuando los consejeros científicos ya disponían de un modelo que estimaba en más de medio millón de muertes los efectos letales de la expansión del virus en el país, proyección que luego confirmaría el Imperial College, Boris Johnson aseguró en público que el Reino Unido estaba bien preparado, con una sanidad pública "fantástica", unos sistemas de testado "fantásticos" y una vigilancia para la contención de la epidemia igualmente "fantástica". A su lado, el epidemiólogo Chris Whitty, el principal consejero médico del Gobierno, no dijo nada distinto. Presentó las conclusiones generales del modelo, pero les quitó hierro diciendo que seguramente el número de contagios sería muy inferior, y que se trataba de un ejercicio en buena parte especulativo.

Por recomendación de los asesores científicos, el riesgo en Gran Bretaña se mantuvo en el nivel moderado, sin ninguna variación, entre el 30 de enero y el 12 de marzo. En esa fecha aconsejaron pasar al riesgo alto, aunque esto no se tradujo en la prohibición de partidos de fútbol y otras concentraciones masivas, ni en el cierre de escuelas. El cambio de estrategia frente a la epidemia se demoró hasta el 16 de marzo, cuando Italia ya llevaba una semana con un confinamiento en todo su territorio nacional. Una de las razones por las que los científicos británicos no hicieron sonar la alarma antes fue, según el reportaje, que dieron por sentado que no se podían aplicar, en el Reino Unido, medidas como las impuestas en China. Pensaron que los ciudadanos no las iban a aceptar. Sus opiniones y recomendaciones sobre la epidemia se adaptaron, así, a las suposiciones que tenían sobre la practicabilidad de las medidas. Una vez que Italia impuso una cuarentena a nivel nacional, ese sesgo dejó de funcionar y se abrió el espacio político para restricciones que se habían dado por imposibles.

El reportaje es interesante, pero tiende a presentar al primer ministro como un obediente subalterno que se limitó a aplicar las recomendaciones científicas. Si sólo hizo lo que los expertos le aconsejaron que hiciera, entonces fueron los expertos los que la fastidiaron. En una catástrofe de estas dimensiones, hay que contar con los intentos de trasladar la responsabilidad: de los políticos a los científicos y de los científicos a los políticos. El empeño de los políticos por asegurar, como hace el presidente Sánchez, que siguen al pie de la letra las recomendaciones de los científicos también lleva la impronta de una voluntad de repartir la responsabilidad, de protegerse con el blindaje casi perfecto que proporciona la ciencia.

Unos y otros, sin embargo, tanto políticos como científicos, pueden equivocarse y proponer o tomar decisiones erróneas movidos por sus respectivos sesgos. El riesgo de error aumenta cuando los comités científicos que asesoran a los Gobiernos son reducidos, poco independientes de la esfera gubernamental y proclives a la opacidad. Los errores podrían detectarse antes si dieran a conocer los informes en que se basan las decisiones y los criterios con los que están actuando. Esto no ha sucedido en España.

El hábito de controlar al político y desconfiar de sus motivaciones lo tenemos arraigado. ¿Habrá que extenderlo a los científicos? Al menos, no pensemos que son infalibles. Los buenos científicos siempre lo reconocen. Tampoco hay que dar por sentado que están libres de motivaciones y sesgos políticos. Pero al margen de los científicos que hacen política, la cuestión es que no pueden llevar el peso absoluto de las decisiones. Muchas de las decisiones que se están tomando y van a tomarse tienen que poner en la balanza una variedad de factores. No gobiernan los científicos ni pueden gobernar. La carga de las decisiones y la responsabilidad la llevan, y han de llevarla, los políticos que gobiernan. Nadie más.

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