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Cristina Losada

No hay que darles nada

La actuación del Estado de Derecho en Cataluña ha causado entre los dirigentes separatistas y sus seguidores la reacción que provoca entre los niños mimados que sus papás les digan un día que no.

La actuación del Estado de Derecho en Cataluña ha causado entre los dirigentes separatistas y sus seguidores la reacción que provoca entre los niños mimados que sus papás les digan un día que no.
EFE

La actuación del Estado de Derecho en Cataluña ha causado entre los dirigentes separatistas y sus seguidores la reacción que provoca entre los niños mimados que sus papás les digan un día que no. Los niños se dan a la pataleta y a la rabieta. Los partidos separatistas catalanes, además, invocan valores que ellos mismos pisotean sin escrúpulos. Ahí está Puigdemont, acusando al Estado de haber "suspendido de facto el autogobierno de Cataluña", después de haber suspendido la Constitución, el Estatuto y los derechos democráticos de la oposición en el Parlamento catalán. Suspendido es poco: se cargaron todo eso de un plumazo con burlona prepotencia. Y siguieron adelante, lanzando incluso pueriles provocaciones, en su plan de celebrar un referéndum que ha suspendido el TC para pasar, así, por encima de la ley y de la soberanía del conjunto del pueblo español.

Es posible que muchos de los que participan en esta operación antidemocrática creyeran que el Estado no existe o que se iba a cruzar de brazos. Pero lo que es seguro es que creían y aún creen que tienen derecho a una absoluta impunidad: en que pueden ir contra la ley sin arrostrar las consecuencias. Lo curioso, y más que curioso, abochornante, es que en esa creencia en su propia impunidad los acompañen quienes aparentemente no son separatistas o nacionalistas. Porque impunidad quieren para ellos los de Iglesias y Colau, que califican de "detenidos políticos" a los políticos detenidos por la organización del ilegal y desleal 1-O. tal vez no sorprenda que Podemos y En Comú se pongan al servicio de partidos hipercorruptos como el PDeCAT, y de un proyecto insolidario y antiigualitario, por decirlo suave, pero de entre los sucesos de estos días es uno de los fenómenos políticos más obscenos.

Luego tenemos a los que no quieren el referéndum separatista, pero tampoco quieren que se impida. Son los que ayer decían que era malo lo que querían hacer los indepes, pero hoy dicen que ¡uy!, que es muy mala cosa, pero muy mala, que se confisquen papeletas y propaganda y se detenga a implicados en la comisión de un delito. Son los que dicen que "no es la solución" y envuelven su calculada ambigüedad –la de los "agachados hasta saber quién gana", como decía Félix de Azúa en una columna– con el celofán de la "solución política". Con la perogrullada, tan extendida, de que, ante un problema político, hay que aplicar soluciones políticas.

Claro que la perogrullada lleva bicho. El gusanito que mora en su interior es que a los separatistas catalanes hay que darles algo para que nos hagan el favor de volver al business as usual. Que hay que premiar a la autonomía catalana con algún cambio favorable en el statu quo para que la crecida secesionista de los últimos años descienda a los tolerables niveles previos.

Los partidarios de dar olvidan o prefieren olvidar algo importante. La subida de la marea separatista, con la incorporación al independentismo de compañeros de viaje circunstanciales, responde en gran medida a un incentivo perverso, pero realista: la posibilidad de sacar alguna ventaja de todo esto. La atractiva idea de que al final se podrá obtener algo contante y sonante, algún privilegio, alguna preferencia, alguna prebenda, es lo que mantiene unidos a los separatistas creyentes, los que se pasan la fe de generación en generación, y a los de aluvión, esos que se han dejado persuadir por el mensaje de "España nos roba" u otros de los agravios inventados. No es un horizonte ilusorio. Está avalado por los precedentes: las concesiones hechas por los Gobiernos de España al nacionalismo catalán.

La manera de conseguir que la crecida separatista baje no es alimentar la expectativa de que se pueden conseguir ventajas. Es proyectando la certeza de que no habrá recompensa alguna. ¿Solución política, dicen? La solución política es hacer, por una vez, lo que no se ha hecho nunca. Dejar meridianamente claro, desde ya, que no habrá trato de favor y no se dará nada, pero nada, que no corresponda. Como al niño mimado. Llega un día en que hay que decirle que no, que se ponga como se ponga se le va a tratar igual que a sus hermanos.

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