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Cristina Losada

No se podía saber (bis)

Los Gobiernos no podían saber que iba a haber variantes del virus mucho más contagiosas, ¿cómo iban a saberlo?

Los Gobiernos no podían saber que iba a haber variantes del virus mucho más contagiosas, ¿cómo iban a saberlo?
Larga cola de gente esperando para hacerse una PCR en el hospital de Santiago de Compostela. | EFE

Vamos para dos años de epidemia y seguimos sin saber. Seguimos sin saber por qué y con qué base toman los Gobiernos determinadas decisiones y por qué no toman otras, y hemos llegado al punto en que hay que concluir que seguiremos sin saberlo. Como seguiremos sin saberlo, habrá que continuar creyendo a pies juntillas que todas las decisiones que toman los Gobiernos se las ha dictado la Ciencia en algún lugar reservado al que nadie más tiene acceso. Y habrá que continuar creyendo en esta conexión directa e íntima entre la maestra Ciencia y la discípula Política, porque tal como se han hecho las cosas sólo le quedan al no iniciado dos alternativas que son las siguientes: o creer o no creer. Y el que no crea, esto sí lo sabemos, es un paria que no confía en la Ciencia, una Ciencia que habla con una sola voz, con unanimidad pasmosa y en exclusiva para la Política.

Resulta, sin embargo, que a pesar de la absoluta obediencia de la Política a la Ciencia, la Política no supo. Esta vez tampoco supo. Mejor dicho, no podía saber. Los Gobiernos no podían saber que iba a haber variantes del virus mucho más contagiosas, ¿cómo iban a saberlo? Si lo adelantó la ciencia, coincidió que aquel día no fueron a clase. De tal manera, cuando se vio que venía esta variante que ahora domina, los Gobiernos, tanto el central como los autonómicos, no la vieron venir y no cambiaron nada: no cambiaron siquiera los protocolos. Así, en cuanto la ola empezó a llegar con fuerza, el sistema de salud se saturó repentinamente, y su infantería cayó como cae un castillo de naipes al primer golpe de viento.

No se podía saber tampoco qué iba a hacer la gente cuando batiera la ola, justo antes de Navidades. No se podía saber que la gente iba a querer hacerse pruebas, masivamente, antes de ir a cenas, viajar y ver a sus familiares. No se podía saber que la gente iba a hacer tales cosas, ¿cómo saberlo?, y por eso se han formado largas colas en las que hay que esperar horas y horas para hacerse pruebas en los pocos puntos disponibles. Nunca se sabe ni se puede saber. Hay ciencias (sociales) del comportamiento humano, e incluso basta con pensar un poco, pero esas ciencias, y pensar un poco, no son la Ciencia que le dicta a la Política lo que hay que hacer en cada momento.

Como no se podía saber nada de todo esto, ya con la ola encima, el Gobierno central tomó, a petición de no pocos Gobiernos autonómicos, la gran medida estelar: el retorno de la obligatoriedad de la mascarilla en exteriores. Luego cada cual está poniendo un surtido de lo de siempre: una pizca de cierre de hostelería y otro tanto de prohibición de aglomeraciones. Porque esa es la manera de no hacer nada aparentando que se hace algo. La última revelación que le ha soplado la Ciencia a Sánchez es que tendremos muchos, muchos contagios, pero pocas hospitalizaciones. Vino a decir, por tanto, Sánchez que esto no es nada, mucho ruido y pocas nueces, y será por eso que decidió la nadería de obligar a ponerse mascarilla donde menos hace falta. Al que intenta infructuosamente contactar con su centro de salud, le parecerá raro que el sistema se sature por nada. El que se quiere hacer una prueba quizá se pregunte por qué tiene que esperar horas a la intemperie, si esto no es nada. A lo mejor, algunos empiezan a pensar que en la gestión de la epidemia, casi dos años después, está fallando algo. Pero, recordemos, no hay ningún fallo en ninguna parte. Es que no se podía saber, y digo más: no se podrá saber nunca.

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