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Cristina Losada

No se puede ser más burro

Tras décadas de pedagogía del odio, de omnipresencia del mensaje separador, esto es para CiU un fiasco de los que hacen pupa e historia.

Si Artur Mas se hubiera limitado a adelantar las elecciones, cosa legítima y siempre de incierto resultado, no sería el cadáver político que apareció la noche del domingo en el velatorio del hotel Majestic. Pero quiso convertirlas en un plebiscito sobre aquello que no nombraba, y esto era introducir mercancía de contrabando. La independencia iba de matute y, al tiempo, como principio y fin de todo. Sin embargo, la secesión no es asunto ordinario, un aspecto más de la gestión de un gobierno autonómico. Sólo un plebiscito sobre la secesión es un plebiscito sobre la secesión, disculpen la tautología. Ahí está el caso de Escocia, tan caro a Mas & Company. El SNP obtuvo hace dos años más del 45 por ciento de los sufragios, una victoria por la que mataría ahora mismo Convergència. Ah, pero su apuesta por la independencia únicamente encuentra el apoyo del 29 por ciento, según sondeos recientes.

En las elecciones catalanas, el voto habrá respondido a un haz de factores y cualquier proyección en dos dimensiones (sí-no a la secesión) será discutible. Oriol Pujol, seguramente uno de los cráneos previlegiados que urdieron junto a Mas esta jugada, prefiere, por la cuenta que le trae, que veamos el vaso medio lleno. Dice que no hay fracaso, porque habrá un parlamento de mayoría soberanista. Pero ¡ya lo había antes! Antes de que Artur convocara con fanfarria la voluntat d’un poble y esa soberana voluntad le privara de doce escaños. Y, de paso, triplicara los diputados de un partido abiertamente beligerante contra el nacionalismo. Tras décadas de pedagogía del odio, de omnipresencia del mensaje separador, de hostigar al disidente, esto es para CiU un fiasco de los que hacen pupa e historia.

Cuando un dirigente y su partido lanzan una operación de alto riesgo, mostrándose tan convencidos de que les saldrá redonda, parece que disponen de una certidumbre fundada en algo más sólido que las encuestas del CIS catalán o las cartas del tarot. Pues resultó que no. Tal vez se creyeron sus propias fábulas, su propia propaganda: no ya que representan, sino que son el pueblo catalán. Bien mirado, quizá la única habilidad de Convergència ha consistido en hacer creer estas dos cosas: que es una fuerza imprescindible con la que ha de contar cualquier Gobierno de España hasta para ir al lavabo y que goza de gran inteligencia política.

En fin, se empieza por el contrabando y se acaba por no tener modales. Cuando un político pide una mayoría excepcional para un proyecto portentoso y obtiene unas calabazas, el así agasajado se marcha para casa. Si se ha creído el personaje que ha venido interpretando, sea coherente. Como lo fue el general Della Rovere, un estafador que los nazis infiltraron en la Resistencia italiana, que terminó por creerse que era un patriota antifascista y sucumbió, como tal, fusilado. Váyase Mas y refúgiese en la nostalgia por aquellas semanas durante las que recibió aclamaciones, en lugar de insultos por los recortes. Pero su business as usual tras el castañazo también indica, me temo, que su trip era compartido, no sólo por aprendices como él, sino por el mismísimo patrón y patriarca. Y eso no augura nada bueno.

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