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Cristina Losada

Parole, parole, parole

A eso ha quedado prácticamente reducido el programa de la izquierda, que va a remolque de los lobbies que cifran su poder en prohibir palabras y alterar los nombres

ZP debe de ser un fan de aquella canción italiana. Pero la interpretará según le convenga. Si se trata de la nación y de la Constitución, entonces se adhiere a la polisemia maragalliana, las palabras pueden florecer con mil significados o llevárselas el viento, y donde dice digo, que diga Diego. Ahora, si toca presentarse como el hombre que se preocupa por los discapacitados, una palabra, sólo una, importa tanto que basta para reformar la Carta Magna. Qué oportuno que recordara lo de la rampa. Derribar esa barrera arquitectónica fue su segunda gran decisión de gobierno, poco menos que equiparable a la retirada de las tropas de Irak. Pero esperó al Día Internacional de las Personas con Discapacidad para anunciarla. Otra casualidad de las de ZP, el hombre que llegó por azar y azarosamente huye hacia delante.
 
Que las palabras le importan lo sabíamos desde el mismo momento en que dijo que no importaban. Pues si no tuvieran trascendencia, ¿a qué cambiar nacionalidad por nación o por cualquier otra fórmula de aprendiz de brujo? Hasta los que censuraron las preguntas que unos estudiantes de secundaria en Teruel iban a dirigirle a la vicepresidenta, saben de su relevancia. Es más, una frase en apariencia tan inocente como “Teruel existe” fue considerada subversiva. ¿Acaso Teruel no existe? Quién sabe. Todo es posible en el mundo orwelliano que ha advenido con Rodríguez.
 
Si las palabras no le importaran ni le escocieran no estaría amparando la campaña de demonización de la COPE que capitanean su ministro, sus portavoces, y sus socios preferidos, esos que llama a merendar a La Moncloa y que van a celebrar la Constitución arrancándole hojas. Sólo les faltará hacer una pira con ella, al modo de sus ancestros políticos. Pero como vienen de ERC las invectivas contra la Carta Magna, el presidente habrá de relativizarlas o pasarlas por alto. Y no porque esté cautivo de sus votos. Podría desprenderse de esa atadura en cualquier momento y no lo hace. Él sabrá por qué; nosotros, no.
 
Fue aquella cantinela, la de que las palabras no importan, una metedura de pata de ZP. Considerando, sobre todo, que los grupos que se endosan la etiqueta “izquierda” dan hoy el grueso de sus batallas en ese terreno. Pues desde que Herbert Marcuse estableció el paradigma de “la tolerancia represiva”, no se han dedicado a otra cosa con más ahínco las elites de la izquierda que a imponer un vocabulario. Finiquitadas las esperanzas revolucionarias en las prósperas sociedades capitalistas, quedó el lenguaje como campo de acción. A eso ha quedado prácticamente reducido el programa de la izquierda, que va a remolque de los lobbies que cifran su poder en prohibir palabras y alterar los nombres. Aún tendrá que decir muchas veces ZP, los días que le toque “hacer de izquierda”, que las palabras importan.

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