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Cristina Losada

Qué hemos aprendido

Esta era una gran ocasión para que la ciencia explicara cómo trabaja. Lástima que no estemos entre los que mejor la están aprovechando.

En algunos países, científicos que investigan el coronavirus, incluidos algunos de los que han asesorado a los Gobiernos, se han esforzado por trasladar al público tanto lo que se iba sabiendo como lo que aún no se sabía sobre la epidemia. Esto ha ocurrido de manera más significativa en países con instituciones científicas diversas e independientes, caso que no es precisamente el nuestro. El intento no ha tenido pleno éxito. En todas partes se ha mirado hacia la ciencia en busca de respuestas, pero no siempre se ha comprendido que no las tuviera o que pudieran cambiar. De ahí que esos científicos divulgadores no sólo trataran de hacer llegar la información disponible, sino también de explicar cómo trabaja la ciencia.

El principal asesor científico del Gobierno británico, sir Patrick Vallance, acaba de publicar un artículo en el Telegraph en el que expone cómo ha funcionado Sage, el grupo científico asesor en emergencias del que ha bebido el Gabinete de Boris Johnson para tomar decisiones. Con ello, Vallance hace frente a críticas, suposiciones y equívocos sobre un grupo al que se llegó a presentar como un comité secreto, que dirigía desde las sombras toda la actuación. Y hace mención expresa a un malentendido que circuló ampliamente al principio de la epidemia. Se publicó entonces que se había recomendado a Johnson que se permitiera la transmisión del virus entre la población a fin de conseguir la inmunidad grupal. Vallance lo niega y dice que los documentos del Sage demuestran que ésa nunca fue una opción. Lo interesante sería investigar cómo se construyó esa historia que la prensa británica dio por cierta.

La pieza de Vallance subraya que el debate y el cuestionamiento son sustanciales para los avances científicos: "Por definición, no sabemos las respuestas a las preguntas que nos hacemos". Y concluye que, cuando esto pase, "habremos aprendido mucho, incluyendo cómo hacerlo mejor la próxima vez. Eso es la ciencia". La ciencia, tal vez, pero como pronóstico general es demasiado optimista. Lo mismo se dijo y escribió después de la primera epidemia global del siglo XXI, la del SARS. Tras el paso de aquel primer coronavirus, también se extrajeron lecciones que iban a mejorar la capacidad mundial para afrontar nuevas epidemias. Naturalmente, no se aplicaron, o no en su totalidad. Una lección de primer orden, sobre el riesgo que representaban los mercados con animales salvajes en China, fue desoída, con las consecuencias que hemos padecido ahora. En cierto modo, el hecho de que el SARS se pudiera contener con relativa rapidez jugó en contra. No cuesta mucho decir que hemos aprendido y estaremos más preparados para amenazas futuras, pero pocos están dispuestos a asumir los costes de esa preparación.

La ciencia habrá aprendido mucho de esta epidemia, pero la pregunta es cuánto hemos aprendido sobre la ciencia. En nuestra época hablamos con rimbombancia de la sociedad del conocimiento y damos por sentado que existe familiaridad con la ciencia y sus métodos ¿pero es así realmente? No es sólo que haya personas que creen que el virus es pura invención o que dan mayor credibilidad a cualquier cosa que circula boca a boca antes que a la información procedente de investigadores especializados. Es que en una situación crítica como ésta, se tiende a esperar de la ciencia lo que la ciencia no puede dar. Justo cuando el margen de incertidumbre con el que trabaja es más amplio, se le piden certezas de las que aún no dispone. En un tiempo en que se demandan soluciones instantáneas, la incertidumbre que acompaña al proceso científico resulta difícil de entender y aceptar. Esta era una gran ocasión para que la ciencia explicara cómo trabaja. Lástima que no estemos entre los que mejor la están aprovechando.

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