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Tras los atentados de Riad y Chechenia hemos oído la tontería habitual, que el portavoz del PSOE, Jesús Caldera, para no perder la ocasión de estar callado, expresó aproximadamente en estos términos: la guerra ha atizado los odios. Antes de la intervención en Irak ya era ése uno de los presuntos argumentos contra la guerra y ahora, cada vez que unos terroristas islámicos hagan una carnicería, los clones de Caldera repetirán el estribillo. El primer ministro egipcio, cuando acababa de empezar el ataque a Bagdad, lo dijo de forma más plástica: Esta guerra hará que nazcan cientos de Ben Laden. Como si antes de ella no hubieran nacido miles. Como si el terrorismo estuviera indisolublemente ligado a unos agravios, cuyo desaparición haría que cesara. Y como si ese tipo de razonamiento, que Caldera evitaría respecto al País Vasco, no condujera a la inacción y a la rendición.

La idea de que el terrorismo tiene su origen en unas condiciones “objetivas”, sociales, económicas, políticas, que si cambian dejarán de nutrirlo, y que la estrategia esencial para derrotarlo es conseguir ese cambio, se le ocurre con frecuencia a quienes se han habituado a pensar con las recetas de un marxismo de andar por casa. Pero no permite entender casi nada del fenómeno del terrorismo contemporáneo. ¿Cómo explicar, si esa mecánica existiera, que no haya habido terrorismo en dictaduras bajo las que no faltaban, sino todo lo contrario, las injusticias, la pobreza, la opresión o la esclavitud? Lo cierto es que donde las condiciones objetivas eran peores, en regímenes totalitarios como los comunistas o nazis, la exclusiva del terror la tenía el estado y la defendía con tal eficacia que no había espacio para ningún rival. Y, en general, “allí donde los medios de represión se han utilizado de la manera más sistemática y completa, el terrorismo no ha existido en absoluto”. Ha existido y existe, en cambio, donde las condiciones objetivas son mejores: en las sociedades libres o semilibres

La cita anterior es de un libro del historiador, miembro destacado del Centro de Estudios Estratégicos de Washington, Walter Laqueur, recientemente reeditado bajo el título “Una historia del terrorismo”. Es un libro cuya lectura recomendaría, si tuviera ocasión, al portavoz socialista y a esa legión de españoles que ante ETA tienen las cosas claras, pero que en cuanto salimos de nuestras fronteras y nos ponemos frente al terrorismo internacional, se les nublan las ideas y retroceden escudados tras esos tópicos de no-les-demos-motivos y vayamos-a-la-causa-del-mal. Tristes tópicos, que no sirven para entender ni preparan moral e intelectualmente para afrontar el terror. Que han conducido a que algunos vascos y otros españoles estén dispuestos a hacerles caso a los que dicen que hay darle a ETA lo que pide para que deje de matar. Pensando ilusos que se puede contentar así a quienes quieren imponer su tiranía.

Si el terrorismo es un fenómeno complicado, difícil de explicar, imposible de predecir, hay, en cambio, algunas reglas sencillas para hacerle frente, una de las cuales es no acceder a sus demandas. “El peligro real con que se enfrentan los terroristas”, dice Laqueur, “es el de ser ignorados, el de no recibir suficiente publicidad, el de perder su imagen de luchadores por la libertad capaces de todo y, por supuesto, el de tener que enfrentarse con enemigos decididos, dispuestos a no negociar aunque el precio sea muy alto”. En esta frase hay todo un programa de acción, que en España hemos empezado a aplicar muy tarde, apresados por redes como esa idea de que el terrorismo es una expresión –desviada, radicalizada, degenerada, pero expresión al fin– de una demanda legítima o que algún grupo considera legítima y que, atendiendo en lo posible esa demanda, se acabará con él.

No ha sido España la única en demorar una reacción firme contra el terror. Las democracias del mundo no lo han hecho hasta después del 11-S, y no todas. Con visión cuasi profética, Laqueur decía en 1977, cuando escribió la primera versión del libro, que las democracias no serían capaces de actuar eficazmente contra el terrorismo “antes de que se haya causado algún daño de importancia. Tendrán que esperar hasta que la opinión pública sea plenamente consciente del peligro”. Y decía tambien que una campaña realmente efectiva contra el terrorismo internacional sólo sería posible si se adoptaba la estrategia de “atacar al centro”: a sus principales patrocinadores.

El libro que recomiendo contiene además unas líneas que parecen escritas para que en esos ratos de reflexión que puedan sobrevenirles en la gira electoral, las mediten el señor Caldera y sus colegas. Dicen (cito por la traducción del 77): “La calle, tal como Goebbels la veía, era el sitio decisivo para hacer política. Conquistar la calle significaba ganarse a las masas y el que tuviera a las masas conquistaría el Estado. La básica estrategia nazi era movilizar a las masas para conquistar la calle, impedir las reuniones de otros partidos y atacar las manifestaciones de sus oponentes”. Sin comentarios.

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