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Cristina Losada

¿Un mandato claro?

Estos son los gajes de la fragmentación y la secuela de una política menos marcada por el predominio de dos partidos que por la 'cultura' del enfrentamiento.

Estos son los gajes de la fragmentación y la secuela de una política menos marcada por el predominio de dos partidos que por la 'cultura' del enfrentamiento.
EFE

Antes de las elecciones fue tomando cuerpo la idea de que la fragmentación política a la que se tendía mostraba un deseo del electorado: abrir una época en la que ningún partido predominara y forzar así a que todos, al menos los más relevantes, tuvieran que entenderse. El lema en el que se sintetizó esta interpretación del nuevo escenario fue el de cultura del pacto. Pero llegó el 20-D, la fragmentación se hizo carne y un par de semanas después la cultura del pacto sigue sin aparecer por ninguna parte. ¿No están los partidos a la altura de lo que quieren de ellos los votantes?

Lo más fácil es decir que no, que no lo están, y achacar a su cortedad de miras, a sus intereses partidistas, a sus mezquinas batallitas, el fracaso que supondría no poder formar Gobierno. Los electores, según esta versión, lo han puesto todo para que se entiendan entre ellos, y si no se entienden, ¡ay!, será su culpa y merecerán castigo. Bueno, quizá conviene, para empezar a hablar, dejarse de señalar culpables constantemente y discutir, porque discutible es, que sea un fracaso monumental que no se pueda formar Gobierno. Es una de las incidencias con las que hay que contar cuando el mapa político se fragmenta.

Hay que contar con ello porque la fragmentación, por sí misma, no conduce necesariamente al entendimiento, de modo que si la buena intención del electorado era promover la cultura del pacto, es fácil que se quede sin realizar. Lo que ocurre es que no existe tal cosa como la intención del electorado. El electorado no es un sujeto colectivo que habla con una sola voz. Al revés. Lo propio del electorado en una democracia es que habla con distintas voces. Y los votantes no se concertaron en España para que hubiera un resultado que obligara a los partidos a entenderse. Uno puede estar a favor de que se pacte por muchos motivos, pero no porque el electorado haya enviado un "mensaje claro" en ese sentido, como dicen aquí Sartorius y López Garrido, ni haya dado el mandato: "Ahora, pónganse de acuerdo, señoras y señores".

El problema de los resultados del 20-D está más o menos ahí: dan tanto para incentivar el acuerdo como para todo lo contrario. De hecho, los partidos con mayor representación se están moviendo visiblemente entre esas dos inclinaciones opuestas. Es más, alguno como el PSOE tiene la contradicción dentro. Pero el mensaje electoral es tan poco claro que justifica opciones incompatibles: atrincherarse detrás de líneas rojas o jactarse de carecer de ellas, dárselas de intransigente o mostrarse predispuesto a la transacción. No digo que el resultado electoral ni el votante tengan la culpa… por si alguien está buscando culpables otra vez. No. Estos son los gajes de la fragmentación y la secuela de una política menos marcada por el predominio de dos partidos que por la cultura del enfrentamiento.

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