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Cristina Losada

Un tarugo populista

El político populista triunfa porque nos hace la pelota. Los populistas somos nosotros.

El político populista triunfa porque nos hace la pelota. Los populistas somos nosotros.
EFE

Hace un lustro o más que hablamos del populismo y los populistas de manera incesante. Los términos se han hecho familiares, pero cuanto más nos familiarizamos con el populismo como acusación, más se difumina el contenido. Una vez que un término consigue entrar en la jerga política, se demuestra útil en la batalla dialéctica y establece fronteras morales aparentemente firmes, el proceso habitual es la saturación y el vaciado. Llega un punto en que apenas significa nada: cualquier cosa puede ser populista. Ello a pesar de la gran cantidad de literatura periodística y ensayística dedicada a estudiarlo y de la no menos imponente cantidad de literatura política que se pregunta no ya qué demonios es, sino cómo diablos combatirlo.

Los intentos por hallar la raíz del populismo en ideologías conocidas y definidas suelen ser decepcionantes. Algún ensayo reciente rastrea el origen del populismo en el fascismo, aunque de ese modo se acaba desdibujando el fascismo. Habrá rasgos suyos que aparecen en el populismo, pero las coincidencias parciales no son suficientes para consignarlo como un heredero. Menos atención se presta a las afinidades entre el populismo y el comunismo, pero es que se da por supuesto, y no es inocente, que el populismo florece en el campo de la derecha, no en el de la izquierda. Quizá merece más la pena centrarse en la utilidad de eso que llamamos populismo en vez de buscarle parientes ideológicos.

Aquí viene como anillo al dedo Boris Johnson. El primer ministro británico desempeña ahora mismo el papel del monstruito populista o gamberro populista que hasta hace poco pertenecía a Donald Trump. Pasados unos años, las estridencias de Trump se han normalizado un tanto. Tampoco el mundo se ha hundido por su culpa, de manera que se necesitaba aún más a un sustituto. Sin los malos, no hay espectáculo. Y Johnson cumple los requisitos. Es un tipo histriónico, va despeinado, se dice que bebe y seguramente bebe, contó mentiras sobre la Unión Europea cuando ejercía de corresponsal en Bruselas, las volvió a contar como portavoz de la campaña para salirse de la UE, y ahora, además, ha cerrado el Parlamento.

Tal como escribe Ana Palacio sobre el proceso del Brexit en el Reino Unido, "los europeos continentales seguimos con mórbida fascinación cómo un país tradicionalmente ejemplo de autocontrol y fortaleza institucional se autodevora. Los debates en la Cámara de los Comunes y los votos nocturnos compiten con las series de televisión más dislocadas. ¿Cuál será la próxima norma, el próximo principio fundante del Estado de derecho que resultará pateado en esta locura?". Y el loco al mando, el jefe de la locura es ese Boris Johnson de dudosa reputación. Tan mala, que incluso una broma que hizo para las cámaras, fingiendo poner el pie sobre la mesa en una reunión con Macron, se tomó en serio y dio pie, valga la redundancia, a no sé cuántos artículos diciendo: vean, es un arrogante populista maleducado.

Resulta que Alexander Boris de Pfeffel Johnson no es un maleducado. Es un hombre de la élite británica, de Eton y Oxford, que ha escrito libros sobre la historia del imperio romano y sobre Churchill. El escritor Ian McEwan lo acaba de decir en una entrevista: "Me asombra, porque es un hombre educado e inteligente, con mucho encanto personal. Y se ha convertido en un tarugo populista de la peor calaña". Populista, he ahí el adjetivo para todo. Podríamos decir, en su lugar, que le gusta hacer el payaso o dar espectáculo. De hecho, Johnson se hizo muy conocido a finales de los 90 por su presencia en programas de televisión. Es interesante lo que dicen de él en la enciclopedia Britannica: "Su conducta torpe y sus comentarios irreverentes le convirtieron en un favorito de las tertulias británicas". Al igual que Trump, Johnson se curtió en la tele, el medio popular –¿populista?– por excelencia. Y, antes, en la prensa. Se ganó, digamos, el favor del público.

Ganarse el favor del público es, sin embargo, lo que hacen la mayoría de los políticos. Bueno, lo intentan. No siempre con actitudes histriónicas como las de Johnson o Trump, pero siempre con la actitud de halagar al público, de no contrariarlo, de seguirle la corriente. Los líderes políticos que se atreven a señalar un camino contrario al que indica el estado de ánimo mayoritario –y momentáneo– son minoría. Porque lo que funciona es claramente lo otro. Y si a eso le llamamos populismo, entonces la mayoría de los políticos, hoy, son populistas. Es más, habrá que decir entonces que el político populista triunfa porque nos hace la pelota. Por seguir empeorando: que los populistas somos (muchos de) nosotros.

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