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Daniel Rodríguez Herrera

Gane quien gane, los demócratas han perdido

Han ganado la presidencia, pero han perdido su apuesta para lograr lo que realmente buscaban: un poder hegemónico que mantener durante décadas.

Han ganado la presidencia, pero han perdido su apuesta para lograr lo que realmente buscaban: un poder hegemónico que mantener durante décadas.
Joe Biden y Kamala Harris. | EFE

Al margen de lo que decidan los últimos recuentos, y las ahora ya inevitables demandas posteriores, lo cierto es que los demócratas han perdido estas elecciones, aun en el caso de que Joe Biden sea finalmente el presidente durante los próximos cuatro años, o lo que tarde Kamala Harris en intentar retirarle por incapacidad mental. Trump puede haber perdido, aunque aún tardaremos unas semanas en saberlo con seguridad, pero los republicanos no.

Las encuestas no sólo decían que Biden iba a arrasar, sino que recuperarían el Senado y ampliarían su mayoría en la Cámara de Representantes. Además, lograrían un mayor poder local en un año crucial, porque es cuando se publica el censo y se vuelven a dibujar los distritos electorales. Según las previsiones demoscópicas, ahora deberían disponer de carta blanca para rehacer Estados Unidos a su gusto, con el único freno de los tribunales, los cuales ya estaban proponiendo reformar para acabar con la mayoría de jueces que respetan la ley en el Supremo formada durante la etapa de Trump.

La izquierda controla innumerables instituciones en Estados Unidos, desde la educación pública a las universidades, desde los medios de comunicación a la mayoría de las grandes empresas, especialmente las tecnológicas. Que además se pinten como poco menos que rebeldes frente al poder resulta por tanto especialmente risible. Para que un país funcione de forma razonable necesita que en su día a día no esté politizado, que existan ámbitos donde la política ni esté ni se le espera, que en puntos clave no quepa la ideología ni el partidismo. Pero hoy día las humanidades no es que estén colonizadas por la extrema izquierda, es que no transmiten conocimientos, sólo ideología; y su influencia se está empezando a notar en el resto de la universidad. Las grandes empresas están imponiendo una suerte de capitalismo moralista, como lo ha definido Miguel Ángel Quintana, en el que usan su posición para predicar la buena nueva izquierdista hasta en los anuncios televisivos, despedir a quienes discrepen y hasta presionar para que se deroguen aquellas leyes que vayan en contra de la nueva moral oficial. Las grandes ligas deportivas se suman en masa a un movimiento como Black Lives Matter, que bajo un eslogan difícilmente discutible esconde una agenda radical que incluye la reducción y en algunos casos eliminación de los departamentos de policía. Resulta difícil creerse que todas las grandes encuestadoras hayan vuelto a fallar todas en la misma dirección por segunda vez consecutiva sólo por torpeza. Hasta las revistas científicas se han dedicado a publicar editoriales explícitamente partidistas apoyando a Biden en nombre de “la ciencia”.

En definitiva, lo único que les falta es el poder político para cambiar por completo a la sociedad, quiera esta o no. Sus proyectos para estos cuatro años iban desde el New Green Deal, que suponía una ruina económica completa con la excusa del cambio climático, a aceptar Puerto Rico y el distrito de Columbia como estados, lo que les garantizaría la hegemonía de la Cámara Alta con cuatro senadores más casi garantizados, pasando por añadir suficientes jueces nuevos en el Supremo de los nueve que lo forman desde 1869 para así convertir los tres nombramientos de Trump en papel mojado. Este proyecto ha caído, y lo que es mejor, podrían haber perdido la oportunidad de intentar repetir la jugada en unos cuantos años.

Los datos de detalle que empiezan a aparecer confirman que realmente existe una nueva coalición republicana y que 2016 no fue algo aislado. Aunada merced a la inteligencia política de Trump –que la tiene, y mucha, ¿o cómo si no creen que ha logrado llegar a la presidencia? –, aúna a casi todos los votantes tradicionales, aunque puede haber perdido a parte de los más liberales entre ellos, y le suma a buena parte de la clase trabajadora que llevaba décadas votando a los demócratas. Para ser un tipo repugnantemente machista y racista, resulta que el único grupo demográfico donde ha perdido apoyos en estas elecciones ha sido el de los hombres blancos. Así que la idea de que los demócratas podrían convertirse en un partido que representase los intereses de unas minorías cada vez con mayor peso demográfico frente a un Partido Republicano que representase a una mayoría blanca protestante cada vez más exigua ha quedado aparcada definitivamente. La derecha se ha colocado en una posición muy favorable para recuperar la Cámara y aumentar su representación en el Senado en 2022, y mientras tanto podrán bloquear cualquier intento de imponer una agenda de izquierdas por parte del Ejecutivo, tal y como han hecho los demócratas estos últimos dos años.

En definitiva, han ganado la presidencia, salvo sorpresa por parte de los tribunales, pero han perdido su apuesta para lograr lo que realmente buscaban: un poder hegemónico que pudieran mantener durante décadas. Que era lo que en realidad estaba sobre la mesa en estas elecciones.

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