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David Jiménez Torres

De qué hablamos cuando hablamos de Trump

Trump no es tanto una revuelta de clase contra la globalización como una revuelta cultural-identitaria contra Obama.

Son hombres blancos sin estudios universitarios. Son los perdedores de la globalización. Son hombres blancos sin estudios universitarios. Son los perdedores de la globalización. Son hombres blancos sin estudios universitarios. Son los perdedores de la globalización.

Hace meses que los periódicos y los comentaristas recurren a este mantra para explicar el auge de Donald Trump. Una explicación sociológica más o menos sencilla de digerir -siempre que pasemos por alto sus connotaciones clasistas- y que nos permite vincular el auge de Trump en EEUU con los diversos populismos que vivimos en Europa -el voto a Trump como el voto al UKIP como el voto a Le Pen-. Una explicación útil y, sin embargo, insuficiente. Pues si bien nos explica el por qué Trump, no dice nada de por qué Trump ahora.

Al fin y al cabo, la globalización no ha sido un proceso de los últimos cuatro años. La desaparición de puestos de trabajo en Ohio o el cierre de fábricas en Michigan son procesos que llevan casi cuatro décadas en marcha (las que lleva Bruce Springsteen cantando a la América posindustrial), y en su versión acelerada desde hace dos. El tratado de libre comercio entre EEUU, Canada y México -NAFTA-, que tanto denuncia Trump en sus mítines, lleva en vigor desde 1994.

Si esto fuera suficiente para explicar el auge de un populismo nacionalista, ¿por qué no surgió Trump en 2012, o en 2008, o en el 2000? Si la base del voto a Trump es un grupo racial ("los blancos") que se sentiría amenazado en sus privilegios, ¿cómo es que Mitt Romney, el anterior presidenciable republicano y un candidato completamente distinto del actual, tenía mejores porcentajes de intención de voto entre los blancos sin estudios universitarios que Trump?

El mantra de los hombres-blancos-sin-estudios-perdedores-de-la-globalización solo puede explicar una parte de este fenómeno. La otra, en mi opinión, sería mucho más endógena: la reacción contra las dos legislaturas de Barack Obama. Sólo podremos explicar el auge de Trump en 2016 si entendemos hasta qué punto la presidencia de Obama ha ido a contrapelo de muchas de las creencias más arraigadas entre los estadounidenses acerca de su identidad nacional. Trump no es tanto una revuelta de clase contra la globalización como una revuelta cultural-identitaria contra Obama.

Basta con fijarse en el eslogan de Make America Great Again y su apelación a recuperar el papel que muchos americanos creen que les corresponde en el mundo. La apuesta de Obama por la multilateralidad en la política exterior, por la zanahoria en vez del palo con Cuba e Irán, por la cautela en la guerra civil siria, por la no-invasión de territorios controlados por el Estado Islámico y por el perfilismo ante Rusia van en contra de la idea -ciertamente simplista- que tienen muchos estadounidenses de que su papel en el mundo es luchar y vencer a "los malos".

Así se explica que gran parte de la retórica de Trump se centre en criticar la presunta debilidad de la política exterior estadounidense durante los ocho años de Obama. Es un ataque que no sólo menoscaba a Hillary Clinton -como primera titular de Exteriores bajo esta presidencia- sino que también se alimenta de la frustración acumulada ante la disminución del liderazgo de Estados Unidos. O, al menos, de un liderazgo visible y efectista.

Constatamos dinámicas parecidas en cuanto a la reforma del sistema de salud auspiciada por Obama o su petición de mayores restricciones en la venta de armas. No es tanto que haya gente que considere estas ideas nocivas para su bolsillo o para su seguridad -que también-, sino que muchos las sienten como anti-americanas, como pasos en la dirección de homologar a Estados Unidos a otros países allende el océano.

Así, vamos entendiendo que los últimos ocho años han supuesto un asalto a una de las ideas más preciadas para muchos estadounidenses: la idea del excepcionalismo americano, la creencia de que aquel país supone la "brillante ciudad en la colina" del evangelio; una imagen que ha sido utilizada por presidentes desde Kennedy hasta Bush hijo para describir la misión histórica de su propio país. Es este excepcionalismo -si se quiere, esta nostalgia o fabulación nacional- el que engancha con el mensaje de Trump, y el que le otorga gran parte de su fuerza.

Al final, todo empieza y acaba con Obama. Sus políticas y su retórica han radicalizado al principal partido de la oposición, que ha debido endurecer su mensaje para mantener movilizadas a sus bases y, así, seguir siendo relevante en la política nacional. A cambio, esta radicalización ha alejado a los republicanos de sectores más moderados y de grupos demográficamente en auge -principalmente, los hispanos- que podrían ayudarles a ganar elecciones. Y ha acercado estos grupos a una cultura política menos basada en el excepcionalismo estadounidense y más en cuestiones de política social. Además, el paso extra de radicalización que supone Trump ha provocado grandes tensiones dentro del partido republicano, provocando una confrontación -ya abierta- entre las élites y las bases.

La gran apuesta de Obama ha sido, así, que la radicalización del partido republicano y de la cultura política que lo sustenta garantizará una larga hegemonía de los demócratas. Y, a la vez, ese legado de Obama supone uno de los mayores obstáculos de Hillary Clinton en su carrera hacia la Casa Blanca. Una de las consignas más vitoreadas en los mítines de Trump es el "no queremos cuatro años más de Barack Obama".

Trump será, en fin, una de dos cosas: o el mayor triunfo de Barack Obama, o su mayor fracaso.

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