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David Jiménez Torres

Placas conmemorativas

Nada nos impide recordar que dos generaciones de nuestros predecesores se vieron cercenadas; que chavales como nosotros ofrecieron mayores sacrificios de los que jamás se nos pedirán.

La University College London (UCL), una de las grandes universidades londinenses, está construida alrededor de un gran patio que separa Gower Street del gran edificio neoclásico que alberga la biblioteca. Es un patio rectangular, amplio, bonito, en el que nunca faltan estudiantes sueltos o en grupos que comen sándwiches, fuman cigarros o ensayan alguna obra de teatro; en primavera acoge la luz limpia del cielo londinense, y la hierba, siempre bien cuidada, resplandece suavemente. Es fácil perderse, por muchas veces al día que uno pase por ahí, la inscripción tallada al pie de las escaleras que reza "In memory of members of the college and of the medical school who died in the service of their country during the years 1914-1919."

Londres está lleno de este tipo de placas e inscripciones: a lo largo de Bloomsbury, de Trafalgar, a lo largo del río... es frecuente levantar la vista y darse cuenta de que estamos pasando ante un monumento, pequeño o grande, a la memoria de los caídos de alguna guerra británica. Pero resulta imposible reconocer el contenido que aportan las palabras, evocar las imágenes que intentan mantener vivas; nunca dejamos de observar la piedra o el bronce, nunca se presentan ante nuestros ojos los rostros de chavales de nuestra edad, hacinados en trincheras encharcadas, muertos de miedo de día y de noche. Los años de sacrificios no tienen ningún sentido en la exuberante metrópoli. Los taxis negros, los autobuses de dos pisos, los yuppies, los chicos indie y los grupos de turistas hacen imposible comprenderlos, hacen ilegible su mensaje, tornan la piedra y el bronce en granos de arena, las palabras duras y tristes en mudos jeroglíficos.

No es sólo la hipertensión de la gran ciudad la que obra esta tarea silenciadora; al igual que los estudiantes de la UCL pasan todos los días por delante de la mencionada inscripción, todos los que llegan a Cambridge en tren se encuentran, de camino al centro de la ciudad, una estatua en honor a los estudiantes que murieron en las dos guerras mundiales. Cada college tiene alguna placa que conmemora a los antiguos miembros que no regresaron de tantos frentes; el mío, sin ir más lejos, tiene un patio entero dedicado a los suyos: Memorial Court. Los parques, la hierba ubicua, la calma de la ciudad, deberían permitir el recuerdo, el respeto y la reflexión. Nada nos impide recordar que dos generaciones de nuestros predecesores se vieron cercenadas; que chavales como nosotros ofrecieron mayores sacrificios de los que jamás se nos pedirán. Nada nos impide reconocer nuestro enorme privilegio, comprenderlo, dar gracias por él.

No, no es la ciudad, el lugar o la forma; somos nosotros los que imposibilitamos el mensaje de las placas e inscripciones que pueblan toda urbe inglesa. Nosotros, tan privilegiados que ni comprendemos a aquéllos que no gozaron de la misma fortuna. Nosotros, a los que la guerra nos parece tan absurda, e incomprensibles los sacrificios de tantos hombres y mujeres. ¿Luchar... durante años enteros de tu vida? ¿Por qué? ¿Dejar trabajo y amigos y familia, poner punto y final a nuestra juventud de un plumazo? ¿Para qué? ¿Morir? ¿Morir a los veintidós, a los veinte, a los dieciocho? ¿Morir, sin haber viajado, sin haber trabajado apenas, sin haber conocido del amor más que romances adolescentes? ¿Morir sin dejar atrás nada? Nosotros ya no creemos en ideales mayores que la vida; los sacrificios los dejamos para las películas; los monumentos, para los turistas.

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