Las audiencias recién abiertas por el Senado de EEUU acerca de una posible invasión del Irak revelan un consenso en que Bagdad trata de obtener por todos los medios armas de destrucción masiva, pero reina el desacuerdo en todo lo demás: si es conveniente invadir, cuán peligrosa sería la misión, cuánto debería durar la presencia norteamericana y cuál sería el coste diplomático y económico.
A la cacofonía de este debate, Saddam Hussein acaba de sumar su burda jugada de póker, al invitar a los inspectores de las Naciones Unidas con la “insinuación” de que podrían reanudar las inspecciones suspendidas hace cuatro años. Es fácil creer que Hussein tema una invasión, y prueba de ello son las declaraciones de sus militares de que la aviación iraquí está “lista” para responder a un ataque. Pero es casi imposible creer que el dictador iraquí se proponga seriamente permitir las inspecciones de la ONU.
Convencido de su sagacidad superior, Saddam Hussein cree seguramente que los senadores norteamericanos morderán su anzuelo y se cerrarán en banda a los deseos del presidente Bush de invadir el Irak.
En realidad, ni está claro que Bush quiera invadir ni necesitan los senadores argumentos para oponerse: basta con las ambiciones senatoriales de ejercer control sobre la política internacional y con la reticencia de los militares del Pentágono a lo que les parece una aventura descabellada.
En la balanza de Bush, pesa en un lado la opinión de sus generales y en otro la de algunos asesores políticos. Hussein, ni siquiera le aporta la madre de todas las bravuconadas.
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